Bajo condiciones normales, la muerte es un evento universalmente lamentado en la experiencia humana. Éste es un fenómeno que no puede mirarse como totalmente natural, sino como un misterio que necesita explicación. Si el hombre es verdaderamente la corona de la obra divina, ¿por qué debe tener una existencia más corta que la que tienen algunas formas de plantas o animales? Uno puede ir más adelante y preguntar por qué, si el hombre está hecho a la imagen del Dios eterno, debe perecer de todas maneras. La respuesta que la Escritura provee es que la participación del hombre en la transgresión de la voluntad de Dios y su ley ha traído como penalidad la muerte (Gn. 2:17). Esto no quiere decir que la muerte, tanto en su medida como en su modo, esté directamente relacionada en cada caso a algún pecado personal (Lc. 13:14). Significa que, en razón de la universalidad del pecado, la muerte está presente como una consecuencia necesaria (Ro. 5:12–14).
En el AT se habla de la muerte en varias maneras. Algunas veces se describía como el reunirse con los padres (2 R. 22:20). Más a menudo se declaraba que era el bajar al Seol, un lugar donde no podía continuarse la obra y donde no era posible la comunión (Ec. 9:10; Sal. 6:5) Pero expresiones brillantes aparecen aquí y allí alentado una expectación de una continua comunión con Dios (Sal. 73:24) Una influencia en esta dirección puede haber tenido la desigualdad en la existencia terrena: el sufrimiento del justo y la prosperidad del maligno. La justicia se alcanzaría en la vida después de la muerte.
Debido a la conexión entre el pecado y la muerte, la misión redentiva de Cristo conlleva su propia muerte (1 Co. 15:3; Ro. 4:25; 1 P. 3:18). Al someterse a la muerte, él triunfó sobre ella, aboliéndola «sacando a la luz la vida y la inmortalidad» (2 Ti 1:10) El creyente en Cristo, a pesar de que le es dado la vida espiritual, está sujeto a la muerte física, porque ésta es el último enemigo que debe ser derrotado (1 Co. 15:26). Ella será desterrada en el retorno de Cristo, cuando los cristianos muertos sean levantados incorruptibles (1 Co. 15:52; Fil. 3:20, 21). En vista de la resurrección futura del cuerpo de los santos, la muerte puede describirse como un sueño (1 Ts. 4:15). La animación del cuerpo en su estado perfeccionado, siguiendo a su condición inanimada en la muerte, encuentra su analogía en la actividad que ocurre después de una noche de descanso. El temor a la muerte ha dejado de ser una realidad para el cristiano porque él ya no tiene que luchar con el pecado cuando va a la presencia de Dios; pecado que es el aguijón de la muerte (1 Co. 15:56). Cristo ha removido el aguijón por su muerte expiatoria. Dejar esta vida es una ganancia positiva (Fil. 1:21). Trae un mejoramiento en la condición del creyente, incluso el compartir de la presencia gloriosa del Hijo de Dios (Fil. 1:23; 2 Co. 5:8). La muerte no tiene el poder para separarnos de Cristo (Ro. 8:38).
En la enseñanza de Pablo, tan íntima y efectiva es la unión entre Cristo y los suyos, que el creyente ha muerto al pecado junto con Cristo. Por esta razón, él no está en la obligación de servir más al pecado (Ro. 6:1–4; Col. 3:1–3). La muerte puede también demostrar la incapacidad moral de la naturaleza humana (Ro. 7:24).
El incrédulo está muerto a causa de sus pecados, por no responder a las demandas de Dios (Ef. 2:1; Col. 2:13). Este tipo de enseñanza se encuentra también en Juan (5:24). Judas describe a los apóstatas como muertos dos veces (Jud. 12). La falta de vida de su estado natural se une a la esterilidad de su profesada experiencia cristiana. Cuando los malignos sean castigados finalmente, su estado de separación de Dios es llamado la muerte segunda (Ap. 21:8).
Everett F. Harrison, «MUERTE», ed. Everett F. Harrison, Geoffrey W. Bromiley, y Carl F. H. Henry, Diccionario de Teología (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2006), 409–410.