
Del latín papa, derivada del griego pappas = padre, nombre con que se designa, desde antiguo, al obispo de Roma. La más antigua mención comprobada, en la tumba de Marcelino, dato del año 296. En ese momento se aplicaba también a otros obispos orientales. Es sólo a finales del siglo IV que aparece referida exclusivamente al obispo de Roma (cf. Diccionario de los Papas y Concilios, p. 11).
Conforme existe en la actualidad, la mejor descripción del papa como «Sumo Pontífice», se halla en la Const. Lumen Gentium, p. 23, del C. Vaticano II, que dice así: «El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles». En todo el documento se palpa la influencia de Newman (cf. Newman, Juan Enrique). Aunque el C. Vaticano II, llenando la laguna del C. Vaticano I, destaca la colegialidad episcopal, no deja por eso de señalar la infalibilidad y el supremo poder de jurisdicción del papa en la línea del Vaticano I.
Como es de suponer, este concepto del obispo de Roma como papa supremo e infalible no ha bajado del «Cielo» de una vez; ha tenido su evolución lenta, pero segura.
En la Iglesia primitiva, por diferentes motivos, se dio especial importancia a cuatro sedes episcopales: Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Roma. Esta última, como centro de difusión de las enseñanzas venidas del Oriente, donde se definieron, desde el siglo IV hasta el XI, los principales dogmas trinitarios, cristológicos y soteriológicos.
Comienza la preponderancia de Roma con una frase de Ignacio de Antioquía (martirizado el año 107) en su epístola a los romanos, donde, entre frases encendidas de alabanza a la sede romana, dice de ella en la introducción que es prokatheméne tÍs agápes = la presidenta del amor (quizás por el amor con que eran acogidos allí los fieles que llegaban de otras regiones). Ireneo, muerto a comienzos del siglo III, en su obra Contra las herejías, 3, 3, 3, dice que «a esta iglesia (la romana), por su especial primacía, es menester que acuda toda iglesia, es decir, los fieles de todas partes, puesto que en ella se ha conservado la tradición que viene de los apóstoles». En ese mismo siglo III, comenzaron a usarse como base del papado textos como Mt. 16:16–19; Lc. 22:31–32 y Jn. 21:15–17, como puede verse en Tertuliano. No obstante, otros autores eclesiásticos posteriores hablaron con mayor cautela.
No es extraño, pues, que el Conc. de Calcedonia (451) admitiese sin protestas la carta de León I. Este papa, gran erudito y de fuerte voluntad, hizo que aumentase el prestigio papal junto con el prestigio de la Urbe, a lo que contribuyó la profunda impresión que causó al rey de los hunos, Atila, quien desistió por entonces del saqueo de Roma. Al caer el imperio de Occidente (430), el obispo de Roma asumió el título de «Sumo Pontífice» que había usado el emperador, mientras que el emperador de Constantinopla vino a hacer las veces de Jefe Supremo civil e, indirectamente, religioso de obispos y fieles, función que había correspondido al obispo de Roma.
El papado ganó la principal batalla contra el nuevo Imperio Romano-germánico bajo Enrique IV, a quien el papa Gregorio VII (1073–1085) obligó a capitular en Canosa.
El poder del papado llegó a su culminación bajo Bonifacio VIII (1294–1303), con su teoría de las dos espadas, la espiritual y la temporal, en manos de Pedro (cf. Lc. 22:38; Jn. 18:10) y, por tanto, en las suyas como sucesor de Pedro. En ese mismo documento (la famosa bula Unam Sanctam), definió como dogma de fe que a toda criatura humana le es absolutamente necesario para salvarse el estar sometida al Romano Pontífice (cf. Dezinger, no 875). Quedaba, así, excluida de la salvación toda la Iglesia oriental, que ya se había separado de Roma a mediados del siglo XI.
La autoridad papal sufrió un duro golpe con el cisma de Occidente (1378–1417); más aún, con el conciliarismo* que surgió a raíz del cisma y con el galicanismo* surgido después en Francia. También se adhirieron al conciliarismo los jansenistas (cf. Jansenismo), apelando a un Concilio general cuando la bula Unigenitus de Clemente XI condenó sus enseñanzas. También debe tenerse en cuenta la conducta inmoral de algunos papas del Renacimiento, especialmente del valenciano Alejandro VI quien, de su puño y letra, firmó los certificados de nacimiento de sus dos hijos César y Lucrecia Borgia, habidos de una mujer casada cuando era ya cardenal. Los papas del C. de Trento Paulo IV y Pío IV y, después, Pío V devolvieron al papado el prestigio perdido, que ya no se ha vuelto a perder.
Las tendencias anticristianas y liberales de la Revolución Francesa y de la Ilustración favorecieron el ultramontanismo* como reacción extremista de gran parte de los católicos. Con Pío IX (1846–1878) el papado llegó a su clímax, pues el C. Vaticano I (1870) definió solemnemente como dogmas de fe la supremacía de jurisdicción y la infalibilidad del papa (cf. Infalibilidad papal). Pío IX fue quien personalmente impuso la definición a muchos obispos que todavía se resistían a votar dichos dogmas. A un obispo que se atrevió a decirle que el dogma de la infalibilidad que se pretendía definir debía ser contrastado con la Tradición, le contestó el papa: «La Tradición soy yo». Y hasta se cuenta que bendijo paternalmente a los que, al entrar él en el aula conciliar montado en su silla gestatoria, prorrumpieron en gritos de «¡Aquí está Dios en la tierra! ¡Aquí está Dios en la tierra!» ¿Cabe mayor desacato a la autoridad incomunicable de Dios?
Por nuestra parte, nos basta con desmontar los argumentos que a favor del papado se han montado con base en Mt. 16:16–19; Lc. 22:31–32 y Jn. 21:15–17. (a) Mt. 16:16–19 no puede contradecir, p. ej. a Ef. 2:20 y 1 P. 2:4–5. La Iglesia no está fundada sobre la persona de Pedro, sino sobre la confesión que hace en el v. 16. (b) En Lc. 22:31–32, el Señor no le promete a Pedro ninguna clase de infalibilidad, sino que le da el encargo de fortalecer en la fe a sus hermanos cuando se haya convertido de su deslealtad hacia el Maestro. (c) Finalmente, en Jn. 21:15–17, Jesús tampoco le confiere a Pedro ninguna infalibilidad, sino que lo rehabilita en el oficio de pastor de la grey de Dios (cf. 1 P. 5:2–4) después que Pedro le asegura que le ama más que los otros, precisamente porque le había sido más desleal que los otros, a pesar de sus promesas en Mt. 26:33; Mr. 14:29. Que Pedro nunca actuó como Jefe supremo e infalible de la Iglesia puede verse por su actuación en Hch. caps. 11 y 15 así como en Hch. 8:14 y Ef. 4:4–6, donde Pablo no menciona a Pedro entre los siete vínculos de la unidad eclesial. Finalmente, no puede probarse que Pedro fuera obispo de Roma. Ireneo mismo dice (Contra las herejías, 3.3.2 y 3.3.3) que «los apóstoles Pedro y Pablo fundaron la iglesia de Roma y encomendaron a Lino la mayordomía (lat. episcopatum) de administrar la iglesia». Si, según eso, Lino fue el primer obispo de Roma, el papa no puede ser sucesor de Pedro, sino, a lo más, de Lino.
lat. latín
Fuente: Francisco Lacueva, Diccionario teológico ilustrado (Tarrasa, Barcelona: Clie, 2001), 464–466.