INTRODUCCIÓN AL LIBRO DE DANIEL

Fondo histórico

El libro de Daniel fue escrito teniendo como fondo histórico la cautividad en Babilonia del pueblo judío. Para poder apreciar lo que este fascinante libro tiene por decirnos, es necesario recordar que siglos antes Dios había elegido a los descendientes de Abraham para que formaran el poderoso reino unido de Israel. Es triste que esos años de gloria no duraran mucho tiempo; en los reinados de Saúl, David y Salomón la unidad del reino duró poco más de un siglo.

La división del reino de Israel ocurrió en el año 931 a.C., cuando las diez tribus del norte se separaron para formar su propio reino. El reino del Norte, también conocido como Israel, duró cerca de 200 años; durante esos dos siglos Israel fue gobernado por diecinueve reyes (veinte, si incluimos un candidato al trono), y todos fueron malos a los ojos de Dios. El Señor emitió su juicio sobre ese pueblo rebelde e incrédulo, y permitió que los asirios invadieran a las tribus del norte, las derrotaran en el campo de batalla y las llevaran al cautiverio del que nunca iban a regresar.

Todo lo que quedó del antiguo pueblo de Dios fueron únicamente de las dos tribus del sur, que tenían a Jerusalén como su capital. Ese remanente, conocido como el reino de Judá, continuó por cerca de 350 años después de la desintegración (de 931 a.C. a 586 a.C.). Igual que su nación hermana del norte, Judá tuvo diecinueve reyes (realmente veinte, si también incluimos a un pretendiente al trono), y de ellos Dios sólo aceptó como buenos a ocho reyes. Aunque el pueblo de Judá tenía el Templo, la morada terrenal de Dios entre ellos, con su hermoso y significativo servicio de adoración que les fue dado personalmente por Dios, los judíos no supieron apreciar esas bendiciones. La palabra y la voluntad de Jehová, su Dios – Salvador, llegaron a serles cada vez más indiferentes. No sólo ignoraron a los profetas que Dios les envió para hablarles, sino que en ocasiones hasta los persiguieron. Cada vez se asemejaban más a las naciones paganas que los rodeaban.

Dios, fiel a su palabra, envió un terrible juicio sobre la nación de Judá y su ciudad capital Jerusalén. Durante un período de veinte años empezando en el año 605 a.C. los ejércitos babilónicos invadieron tres veces a la nación, aplastando a sus ejércitos, saqueando y destruyendo sus ciudades y llevándose a Babilonia a miles de sus habitantes al cautiverio incluyendo a Daniel. En el año 586 a.C. la ciudad de Jerusalén, con su bello templo salomónico, fue destruida (2 Reyes 24:1–25:30; 2 Crónicas 36; Daniel 1:1 ss.). Los babilonios fueron los líderes del poder mundial por sólo setenta y cinco años, siendo derrocados por el Imperio Medo Persa del rey Ciro en el año 536 a.C.

Significado del exilio para los judíos

La destrucción de Jerusalén y el violento desarraigo y traslado de sus habitantes al exilio fue una amarga experiencia para el antiguo pueblo de Dios. El resultado inmediato fue el fin de la independencia de la nación judía, pero el exilio significaba más que eso. En el Antiguo Testamento el pueblo de Dios vino a ser un verdadero reino terrenal, que estaba a la par con las naciones más poderosas de esa época. A diferencia de las otras naciones, Israel gozaba de un privilegio muy especial, la protección y la guía de Dios. A eso se le llama teocracia (o “gobierno de Dios”). El antiguo Israel era la nación escogida de Dios; él había establecido su morada terrenal en el monte Sión de Jerusalén. Dios no le reveló sus sagrados secretos a ninguna otra nación de la antigüedad, sino sólo a Israel. Como dice el Salmo 147:19, 20:

Ha manifestado sus palabras a Jacob,
sus estatutos y sus juicios a Israel.
No ha hecho así con ninguna otra de las naciones;
y en cuando a sus juicios, no los conocieron.
¡Aleluya!

Los reyes de Israel eran siervos de Dios, su responsabilidad primordial era la de conservar a la nación fiel a Jehová. Esa teocracia terminó cuando los israelitas fueron llevados al exilio. Y aunque después de setenta años se les permitió volver a Jerusalén, no volvieron a gozar de la teocracia que tuvieron en el principio. Sólo un pequeño remanente regresó, y el gobierno que establecieron no fue más que un títere de los persas. Los muros de Jerusalén y su Templo fueron reedificados por los exiliados que regresaron, pero el antiguo orden de vida había desaparecido para siempre.

Pese al sufrimiento que el juicio de Dios les produjo a los exiliados, el pueblo de Israel siguió siendo la nación que Dios escogió para llevar a cabo sus buenas intenciones para con la humanidad. Un nuevo orden de cosas vendrá con el prometido Libertador de Dios, el cual descenderá del linaje real de David. En él el gobierno de Dios alcanzará su punto culminante. Mediante la obra del Mesías prometido, Dios reunirá a su pueblo escogido, sus hijos e hijas, no sólo de una nación, sino de todo el mundo.

La suerte de los exiliados en Babilonia

Con la derrota de los ejércitos de Judá y la caída de su gobierno, miles de ciudadanos judíos fueron llevados al exilio. Un siglo y medio antes, los asirios habían llevado esclavizado al reino del norte de Israel, cautividad de la cual el país nunca se recuperó; simplemente dejó de existir. ¿Iba a ocurrir lo mismo con el reino del Sur, que era mucho más pequeño?

Dios había predicho, por medio del profeta Jeremías, que la nación de Judá no iba a dejar de existir bajo el yugo babilónico, sino que después de setenta años se le permitirá regresar del exilio a su tierra natal (Jeremías 25:11; 29:10). Sin embargo, la mayoría de los deportados se dieron cuenta de que no iban a vivir lo suficiente para ver de nuevo su patria.

¿Cómo les fue a los exiliados en su nuevo hogar? Cualquiera pensaría que ser forzados a vivir en el cautiverio, en una tierra extraña, muy lejos de su patria, sería terrible; y en efecto, así lo fue. Sin embargo, no sería correcto imaginar que vivir en Babilonia era como vivir en un campamento de esclavos. El cuadro que tenemos es que la vida en el exilio no fue por completo desagradable para los judíos.

El profeta Ezequiel habla de un grupo de colonos exiliados judíos que vivía cerca del río Quebar, un importante canal de irrigación. Parece que la agricultura fue el medio de vida de muchos de los exilados, que hasta cierto punto gozaban de libertad, pues tenían sus propios hogares y mantenían correspondencia con sus conocidos y familiares en su tierra natal. Los babilonios les permitieron formar colonias y conservar sus instituciones religiosas con sus sacerdotes y profetas. Antes de que Jerusalén cayera ante los ejércitos babilónicos, el profeta Jeremías había urgido a los ciudadanos para que se prepararan para un exilio de setenta años. Les dijo: “Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos y comed del fruto de ellos. Casaos y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas… Procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz” (Jeremías 29:5–7). Muchos de los judíos alcanzaron tal prosperidad durante el exilio que, años después cuando tuvieron la oportunidad de regresar a Jerusalén, optaron por quedarse en Babilonia.

A pesar de todo eso, vivir en el exilio debió ser especialmente difícil para los creyentes judíos. El hombre que escribió el Salmo 137 expresa la angustia que sintieron, así como su añoranza por la casa de Dios en Jerusalén, que ahora yacía en ruinas:

Junto a los ríos de Babilonia,
allí nos sentábamos y llorábamos
acordándonos de Sión.
Sobre los sauces, en medio de ella,
colgamos nuestras arpas.
Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían cánticos,
los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo:
“Cantadnos algunos de los cánticos de Sión”.
¿Cómo cantaremos un cántico a Jehová
en tierra de extraños?

El hecho de haber sido arrancados violentamente de su tierra natal fue un trauma, aunque uno podría deducir que eso no fue una sorpresa para nadie, porque a lo largo de la historia del pueblo de Israel, los profetas desde la época de Moisés le habían advertido al pueblo que si persistían en ignorar a Dios y su amor, iban a ser desarraigados y dispersados entre las naciones (Deuteronomio 28:36 ss. 63–68). Y ahora, al ver su espléndido Templo saqueado y destruido, su ciudad capital en llamas y lo mejor de sus hombres y mujeres deportados, se sentían profundamente sobrecogidos y sacudidos.

Lo que más les dolía era que las promesas de gracia que hizo Dios, que les fueron dadas a Abraham, Isaac y Jacob, estaban unidas a la nación de Judá. Y ahora esa nación escogida era víctima de un desastre del cual ningún otro país se había recuperado. Si la nación de Judá era esclavizada, ¿cancelaría Dios sus promesas?

Ante ese golpe, hasta el judío más creyente necesitaba la confirmación de la ayuda de Dios en el exilio; necesitaba ayuda para comprender que ese acto del juicio de Dios era un juicio purificador y no condenatorio. El israelita creyente necesitaba de la ayuda divina para poder entender las razones de la aparente contradicción de que un poder mundial pagano, como era Babilonia, pudiera hacer lo que le diera la gana. Los exiliados creyentes necesitaban que Dios les hablara en Babilonia. Y Dios lo hizo.

El mensaje del libro

El libro de Daniel es mucho más que sólo literatura judía. No son cuentos folklóricos que se pasan de padre a hijo, de generación a generación y finalmente se escriben. El libro de Daniel afirma que es un libro de revelación divina. Una revelación es un milagro mediante el cual Dios les descubre y les muestra a los seres humanos verdades que de otro modo no habrían conocido. El escritor del libro de Daniel afirma repetidamente: “El secreto le fue revelado… en visión de noche. … Él que revela los misterios… mostró lo que ha de ser…” (2:19, 29). El escritor del libro afirma que por medio de sueños y visiones Dios le mostró lo que iba a ocurrir en el futuro (7:1; 8:1; 10:1), y después el mensajero de Dios le interpretó el sueño o la visión (8:16). Lo hizo para darle sabiduría y entendimiento (9:22).

Cuando Dios, mediante el libro de Daniel, levantó el velo y les mostró a los judíos el futuro que les esperaba, lo que vieron no fue nada placentero. Aunque a los exiliados se les iba a permitir el regreso a su patria, la nación de Israel no volverá a ser poderosa ni importante. El poder del mundo pagano va a dominar la escena internacional. En efecto, hacia el año 536 a.C. Babilonia iba a ser derrocada por el Imperio Medo Persa, el cual iba a gobernar sin restricciones por dos siglos hasta que el famoso griego Alejandro el Grande lo derrocara a su vez, y se convirtiera en el conquistador del mundo. Además, Dios reveló que la repentina muerte de Alejandro desatará una enconada lucha por el poder entre sus sucesores, y que esto producirá derramamiento de sangre y persecución para los descendientes de los judíos. En comparación con los poderes paganos del mundo, el pueblo de Dios parecía muy débil e insignificante.

Pero también mediante el libro de Daniel, Dios reveló la verdad de lo que les iba a acontecer a todos los reinos terrenales: uno por uno serán derrotados y caerán en la desgracia y en el olvido. El Dios de Israel es superior a todos los dioses de los paganos; su gobierno es el único perdurable. Y su pueblo compartirá la victoria final sobre todos los enemigos. Los poderes del mundo pueden tener sus días de gloria, pero es Dios quien tiene la última palabra.
El mensaje del libro fue de mucho consuelo para el pueblo de Dios, y también lo es para nosotros hoy en día. En la época del exilio ese mensaje fue también una advertencia muy seria para todos los enemigos de Dios, y lo sigue siendo hoy en día para el mundo incrédulo.

El autor

A diferencia de otros profetas (véase Isaías 1:1; Jeremías 1:1), el libro de Daniel no contiene ningún título ni referencias exactas que digan que Daniel es su autor. Aun así, el libro señala a Daniel como su autor. Aquí tenemos una situación semejante a la que se da en los primeros cinco libros del Antiguo Testamento, en los que Moisés con frecuencia escribe acerca de él mismo en tercera persona, como hace Daniel aquí.

En ocasiones Daniel se refiere a él mismo en primera persona: “Yo, Daniel, tuve una visión…” (8:1). “Yo, Daniel, miré atentamente en los libros el número de años… en los que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén: setenta años” (9:2). Si el libro dice que Daniel fue quien recibió la revelación divina que aparece aquí, entonces la lógica consecuencia es que él, Daniel, es el autor.
Cristo mismo responde muy claramente para nuestro beneficio la pregunta: “¿Quién es el autor de libro?” Cuando usó una cita del libro de Daniel, Jesús se refirió al “profeta Daniel” (Mateo 24:15). Durante siglos, tanto los judíos como la iglesia cristiana, han estado de acuerdo en que el libro fue escrito por Daniel durante el siglo sexto a.C.

Hay varias razones por las que muchos estudiosos de la Biblia prefieren pensar que el libro de Daniel no fue escrito por Daniel ni fue escrito en el siglo sexto a.C., sino que lo escribió algún autor desconocido, un judío piadoso, durante el siglo segundo a.C. El punto principal del debate sobre la fecha en que fue escrito el libro se centra en las profecías, porque Daniel predijo muchas veces acontecimientos que iban a suceder en un futuro muy lejano. Muchos estudiosos razonan de la siguiente manera: Es imposible que un ser humano pueda predecir eventos que van a ocurrir en el futuro; por lo tanto, un libro que contenga ese tipo de predicciones debe haber sido escrito después de que los acontecimientos predichos tuvieron lugar. Pero nosotros sí creemos que Dios es quien controla el futuro; y que él dispuso revelarle el futuro a Daniel, así que no hay ninguna razón válida para discutir la afirmación de que el libro de Daniel es el registro de la vida y las visiones del profeta Daniel.

Daniel el hombre

Se sabe mucho más sobre la persona que escribió este libro que sobre cualquier otro profeta del Antiguo Testamento. Daniel era uno de los del grupo de jóvenes más inteligentes que fueron los primeros en ser deportados a Babilonia (1:1–6), con el fin de ser capacitados para desempeñar importantes cargos en el gobierno. Esos jóvenes procedían tanto de la familia real como de las más distinguidas familias de Israel.
Las Escrituras dicen que Daniel fue un hombre de gran fe, un hijo de Dios que permaneció fiel a su Padre celestial. Ezequiel, contemporáneo de Daniel, lo cita a la par con Job y Noé como ejemplo del hombre temeroso de Dios (Ezequiel 14:14–20). Aunque Daniel vivió entre la corrupta corte real de Babilonia, continuó siendo fiel al Dios de sus padres. Mantuvo el honor del verdadero Dios en la Babilonia pagana, con el resultado de que hasta los reyes paganos cantaron alabanzas al Dios de Israel (2:47; 4:34 ss; 6:25 ss). Daniel era un joven dotado, y Dios no sólo le concedió la habilidad de interpretar sueños, sino también el don de la profecía sobrenatural.

Daniel el siervo civil

Dios le dio grandes beneficios a su pueblo por medio de Daniel. Él permitió que Daniel fuera llevado a Babilonia años antes de que el contingente mayor fuera deportado. Daniel ya había pasado ocho años en el exilio cuando los babilonios deportaron a 10,000 artesanos, herreros, soldados y miembros de la realeza, en una palabra lo mejor de la población israelita (2 Reyes 24:12–14). Ya había estado allí diecinueve años cuando ocurrieron la cautividad principal y la destrucción de Jerusalén. Eso le dio a Daniel la oportunidad de ser promovido a una posición en el gobierno desde la cual pudo trabajar para el bienestar de sus compatriotas. Los judíos deportados a Babilonia estaban naturalmente temerosos de que su suerte fuera difícil. Aparentemente no fue así para la mayoría de ellos, como ya se ha dicho antes. Probablemente eso se debió a Daniel; a diferencia del profeta Ezequiel, Daniel sí vivió en la corte real.
Después de que terminaron los años de cautiverio, es probable que Daniel haya tenido mucho que ver con la agilización del regreso de sus compatriotas a su lugar de origen. A pesar de que era ya un anciano, y de que había tenido lugar un cambio completo en el gobierno, Daniel todavía conservaba un puesto de influencia. Dios muy bien lo pudo haber utilizado para persuadir a Ciro, el rey persa, a proclamar el decreto que autorizaba a los judíos para que regresaran a su tierra natal.

En el transcurso de los acontecimientos que se describen en los primeros seis capítulos del libro, vemos la transformación de Daniel desde la época de su adolescencia hasta el tiempo de su ancianidad, quizás más de ochenta años.

El lenguaje del libro

Los doce capítulos del libro de Daniel están escritos en dos idiomas. La sección comprendida entre el capítulo 2, versículo 4, y el capítulo 7 está escrita en arameo; el resto del libro está escrito en hebreo. Se sabe que el hebreo era el idioma de los judíos, y las porciones que están destinadas a ellos les fueron dadas en su idioma. El arameo, que es una rama de los idiomas semíticos, y está estrechamente relacionado con el hebreo, era el idioma oficial del Oriente Medio durante los tiempos de Daniel. Era el idioma universal de la diplomacia y del comercio del mundo antiguo, tal como en nuestros días el inglés es el idioma “universal”. Las profecías de Daniel que hablan del juicio de Dios sobre los poderes mundiales existentes fueron escritas en arameo, el idioma que las naciones del mundo podían comprender.

Bosquejo

El libro de Daniel es una parte fascinante de la palabra de Dios, que fue escrita para nuestra enseñanza. Los capítulos 1–6 comprenden la sección histórica del libro que describe los acontecimientos históricos que ocurrieron en Babilonia en un período que duró más o menos sesenta años.

Los capítulos 7 a 12 representan la sección profética que describe una serie de sueños que Dios le reveló a Daniel, y que eran visiones de eventos futuros.

Fuente: John C. Jeske, Daniel, ed. Roland Cap Ehlke, La Biblia Popular (Milwaukee, WI: Editorial Northwestern, 1996), 1–10.

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