Regla 4: Lo implícito ha de interpretarse por lo explícito
En materia de lenguaje distinguimos entre lo implícito y lo explícito. Con frecuencia la diferencia es cuestión de grado y la distinción se hace imprecisa. Pero generalmente podemos determinar la diferencia entre lo que realmente se dice y lo que queda sin decirse, aunque implícito. Estoy convencido de que si esta particular regla se siguiera concienzudamente por las comunidades cristianas, la vasta mayoría de las diferencias doctrinales que nos dividen se resolvería. Es en este punto de confusión entre lo implícito y lo explícito que es fácil caer en el descuido.
He leído numerosas referencias en cuanto a que los seres angelicales carecen de sexo. ¿En qué parte de la Biblia dice que los ángeles no tienen sexo? El pasaje que siempre se utiliza para apoyar esta contención es Marcos 12:25. Aquí Jesús dice que en el cielo ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que seremos como los ángeles. Esto implica que los ángeles no se casan, pero ¿implica también que no tienen sexo? ¿Significa esto que careceremos de sexo en el cielo? Pudiera ser como cuestión de hecho que los ángeles no tienen sexo y que esa sea la razón por la que no se casan; pero la Biblia no lo dice. ¿No sería posible creer que los ángeles no se casan por otros motivos que no sean el de no tener sexo? La deducción de la sexualidad angelical es una posible inferencia del texto, pero no es una inferencia necesaria. Hay mucho en la enseñanza bíblica de la naturaleza del hombre como masculina y femenina que sugiere enfáticamente que nuestra sexualidad será redimida pero no aniquilada.
Otro ejemplo del tratamiento descuidado de las implicaciones se puede observar en la naturaleza del cuerpo de resurrección de Jesús. Aquí también he visto yo descripciones del cuerpo glorificado de Jesús como la de ser un cuerpo con la capacidad de pasar sin impedimento a través de objetos sólidos. El fundamento bíblico de esta aseveración se encuentra en Juan 20:19: “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por medio de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: “Paz a vosotros”. Lea cuidadosamente las palabras del texto. ¿Dice que Jesús “perdió su forma material” y flotó a través de la puerta? No; dice que las puertas estaban cerradas y que Jesús entró y se puso en medio de ellos. ¿Por qué menciona el autor que las puertas estaban cerradas? Posiblemente para indicar la forma sorprendente en que Jesús apareció. O, quizás meramente para acentuar lo que realmente dice, que los discípulos tenían miedo de los judíos. ¿Es posible que Jesús haya venido a sus atemorizados discípulos, quienes se encontraban amontonados tras las puertas cerradas, abriera la puerta, entrara, y empezara a hablarles? En esto también, quizás Jesús de hecho penetró a través de la puerta, pero el texto no dice eso. El construir una visión del cuerpo resucitado de Jesús sobre la base de este texto involucra una especulación sin fundamento y una exégesis descuidada.
Es obvio que se pueden implicar muchas cosas basadas en una lectura. Esto es tan fácil de hacer que el erudito más cuidadoso puede caer en ello. Una de las declaraciones confesionales más precisas que se hayan escrito es la Confesión de Fe de Westminster. El cuidado y la cautela desplegados por los clérigos de Westminster en el bosquejo del documento fueron extraordinarios. No obstante, en el documento original hay un ejemplo notorio de extender demasiado una implicación. La Confesión dice que no debemos orar por personas que hayan cometido pecado de muerte, y cita 1 Juan 5:16. El texto dice: “Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida”.
En este texto Juan exhorta a los lectores a orar por los hermanos cuyos pecados no sean de muerte. No prohíbe orar por aquellos que hayan cometido pecado de muerte. El dice: “… por el cual yo no digo que se pida”. Esto no es lo mismo que decir: “Por el cual yo digo que no se pida”. La afirmación anterior es meramente la ausencia del mandato: la posterior es una prohibición positiva. Por tanto, si eruditos entrenados reunidos en solemne asamblea en un esfuerzo conjunto de exégesis pueden pasar por alto un punto sutil como este, ¿cuánto más cuidadosos no deberemos ser nosotros cuando tratemos con el texto a solas?
No solamente tenemos problemas cuando extraemos demasiadas implicaciones de un texto, sino que también nos enfrentamos al problema de cuadrar las implicaciones con lo que explícitamente se enseña. Cuando se deriva una implicación que se contradice con lo que está explícitamente afirmado, tal implicación deberá ser rechazada.
En el debate perenne entre calvinistas y arminianos las cuestiones van y vienen entre unos y otros. Sin tratar de enfrascarnos en una discusión completa acerca de estos temas, permítaseme ilustrar el punto de lo explícito y lo implícito con un problema recurrente. Con respecto a la cuestión de la habilidad moral del hombre caído para volverse a Cristo sin la ayuda del poder del Espíritu Santo, muchos alegan que está dentro del poder natural del hombre el inclinarse hacia Cristo. Innumerables pasajes, tales como “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:15), se mencionan en el debate. Si la Biblia dice: “todo aquel que cree”, ¿no implica esto que cual quiera puede creer y responder a Cristo por sí mismo? ¿No implica “todo aquel” una habilidad moral universal?
Tales pasajes pueden sugerir una implicación de aptitud universal, pero tales implicaciones deben ser rechazadas si están en conflicto con una enseñanza explícita.
Comencemos nuestro análisis de estos pasajes a lo que en realidad se dice explícitamente: “… todo aquel que en él cree, tiene vida eterna”. Este versículo nos enseña explícitamente que todos los que se hallan en la categoría de creyentes (A) estarán en la categoría de los que tienen vida eterna (B). Todos los que son A serán B. Pero ¿qué dice acerca de los que creerán, que estarán en la categoría A? No dice absolutamente nada. Nada se menciona acerca de lo que se requiere para creer o acerca de quién creerá y quién no creerá. En otra parte de la Escritura leemos: “Ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:65). Este pasaje no dice nada explícito acerca de la habilidad del hombre para venir a Cristo. La frase es una afirmación universalmente negativa con una cláusula exceptiva agregada. Es decir, el pasaje sencillamente afirma que nadie puede (es capaz) de venir a Cristo; la cláusula exceptiva dice, si no le fuere dado del Padre. Este versículo enseña explícitamente que se debe tener lugar un prerrequisito necesario antes de que una persona pueda venir a Cristo. El prerrequisito es que le debe ser “dado del Padre”. En verdad, el punto no es el de resolver la controversia entre los calvinistas y los arminianos sino el de demostrar que sobre esta cuestión lo que parece implicaciones no se puede utilizar para cancelar la enseñanza explícita.
También son problemáticas las deducciones extraídas de afirmaciones comparativas. Veamos un pasaje famoso de I Corintios que ha causado mucho tropiezo. Pablo dice con respecto a las virtudes del celibato y el matrimonio: “De manera que el que da a su hija virgen en casamiento hace bien, y el que no la da en casamiento hace mejor” (7:38). ¿Cuántas veces no ha oído usted decir que Pablo se oponía al matrimonio o que él dijo que el matrimonio era malo? ¿Es eso en realidad lo que dice? Claro que no. Él hace una comparación entre lo bueno y lo mejor, no entre lo bueno y lo malo. Si una cosa se dice que es mejor que otra, eso no implica que una sea buena y la otra mala. Hay niveles comparativos de virtud.
El mismo problema de valores comparativos se presentó respecto a la cuestión de hablar en lenguas en los años 1960. Pablo dice: “Él que habla en lengua extraña, a sí mismo se edifica, pero el que profetiza, edifica a la iglesia. Así que, quisiera que todos vosotros hablaseis en lenguas, pero más que profetizaseis; porque mayor es el que profetiza que el que habla en lenguas, a no ser que las interprete para que la iglesia reciba edificación” (1 Co. 14:4–5). He oído a ambas partes en un debate sobre este tema torcer el sentido de este pasaje. Los que se oponen a las lenguas han escuchado a Pablo decir aquí que la profecía es buena y las lenguas malas. No entendieron la comparación entre lo bueno y lo mejor. He oído a aquellos a favor de hablar en lenguas expresarse como si esto fuese más importante que la profecía.
Fuertemente relacionada con la regla de interpretar lo implícito y lo explícito está la regla correlativa de interpretar lo oscuro a la luz de lo claro. Si interpretamos lo claro a la luz de lo oscuro, nos desviamos a un tipo de interpretación esotérica inevitablemente sectaria. La regla básica es la regla del cuidado: la lectura cuidadosa de lo que realmente está diciendo el texto nos salvará de mucha confusión y distorsión. No se necesitan grandes conocimientos de lógica, simplemente la sencilla aplicación de sentido común. A veces el acaloramiento de la controversia lleva a la pérdida del sentido común.
Regla 5: Determine cuidadosamente el significado de las Palabras
Sea lo que fuere, la Biblia es un libro que comunica información verbal. Esto significa que está llena de palabras. Los pensamientos se expresan a través de la relación entre estas palabras. Cada palabra en particular contribuye algo a la totalidad del contenido expresado. Cuanto mejor entendamos las palabras utilizadas individualmente en las declaraciones bíblicas, tanto mejor seremos capaces de comprender el mensaje total de la Escritura.
La comunicación exacta y el entendimiento claro son difíciles cuando las palabras se utilizan de manera imprecisa o ambigua. El mal uso de las palabras y los malentendidos van de la mano. Todos hemos experimentado la frustración de tratar de comunicarle algo a alguien y no haber sido capaces de encontrar la combinación correcta de palabras para darnos a entender. También todos hemos experimentado la frustración de ser malentendidos cuando hemos usado las palabras correctamente, pero nuestros oyentes no las han entendido.
Los laicos con frecuencia se quejan de que los teólogos utilizan demasiadas palabras elevadas. El lenguaje técnico resulta a menudo irritante y confuso. Los términos técnicos pueden utilizarse para obtener una comunicación más exacta, pero también con la pretensión de darle importancia a lo que decimos y para impresionar a los demás con nuestra vasta inteligencia. Los eruditos, en cambio, tienden a desarrollar un lenguaje técnico dentro de su esfera con el fin de lograr precisión y no confusión. Nuestro lenguaje diario se usa en una forma tan amplia que nuestras palabras adquieren significados demasiado elásticos para ser útiles en una comunicación precisa.
Podemos ver la ventaja del lenguaje técnico en el campo médico, a pesar de que a veces nos sentimos incómodos con ello. Si me enfermo y le digo al doctor: “No me siento bien”, inmediatamente me pedirá que sea un poco más explícito. Si me hace un examen físico completo y me dice: “Su problema es un trastorno estomacal”, voy a querer que él sea más específico. Hay todo tipo de trastornos estomacales que van desde una ligera indigestión hasta un cáncer incurable. En la medicina, el ser específico y técnico es lo que salva vidas.
Si queremos ser entendidos, debemos aprender a decir a lo que nos referimos y referirnos a lo que decimos. En una ocasión escuché a un teólogo dar una conferencia acerca de la teología reformada. A la mitad de su charla un estudiante alzó su mano y le dijo: “Señor, ¿Debemos suponer según lo escuchamos hablar que es usted calvinista?” El erudito respondió: “Sí, por supuesto que lo soy” y prosiguió con la conferencia. Unos momentos después se detuvo a la mitad de una frase con una repentina mirada de entendimiento en sus ojos y enfocó su atención en el estudiante que le había formulado la pregunta. Dijo: “¿Qué piensas tú que es un calvinista?” El estudiante contestó: “Un calvinista es alguien que cree que Dios trae a su reino a algunas personas pataleando y gritando contra su voluntad, a la vez que otras quieren entrar desesperadamente”. A esto la boca del conferencista cayó abierta por la sorpresa y dijo: “Pues en ese caso, por favor no me consideres calvinista”. Si el profesor no le hubiera preguntado al estudiante lo que él entendía con aquel término, el hombre hubiera comunicado algo radicalmente diferente a lo que era su intención debido al gran malentendido del estudiante por las palabras que empleó. Cosas como esta pueden suceder, y de hecho suceden cuando estudiamos la Biblia.
Probablemente el más grande avance en el conocimiento bíblico que hemos visto en el siglo XX ha sido en el área de la lexicografía. O sea, que hemos incrementado notoriamente nuestro entendimiento del significado de las palabras contenidas en la Biblia. Yo considero que el instrumento exegético más valioso que tenemos en el presente es el Diccionario teológico del Nuevo Testamento por Kittel. Comprende una serie de cuidadosos estudios del significado de las palabras clave encontradas en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, una palabra como justificar puede ser examinada en un volumen en particular. La palabra se somete a un análisis exhaustivo en cada texto conocido en que aparece. Su significado se sigue a través del período de Homero y la Grecia clásica, su uso correspondiente en la traducción griega del Antiguo Testamento (la Septuaginta), su uso en los evangelios, en las epístolas, y en la historia de la primera iglesia. Ahora un estudiante de la Biblia, en lugar de buscar una palabra en un diccionario normal donde pudiera encontrar una frase de definición con sus sinónimos correspondientes, puede recurrir al diccionario de Kittel y encontrar cuarenta o cincuenta páginas de explicación y delineación detallada de todos los usos y matices sutiles de la palabra. Podemos averiguar cómo Platón, Eurípides, Lucas, y Pablo usaban una palabra en particular. Esto agudiza grandemente nuestro entendimiento del lenguaje bíblico y también facilita la exactitud de las traducciones modernas de la Biblia.
Normalmente hay dos métodos básicos por medio de los cuales se definen las palabras: por etimología y por uso habitual. Vemos una palabra como hipopótamo y nos preguntamos lo que significa. Si supiéramos griego sabríamos que la palabra hipos significa “caballo” y la palabra potamos significa “río”. Por tanto, tenemos hipopótamo, o “caballo de río”. El estudio de las raíces y los significados originales de las palabras puede ser muy útil para sacarle jugo a un término. Por ejemplo, la palabra hebrea para gloria originalmente significaba “pesado” o “de mucho peso”. Así, la gloria de Dios tiene que ver con su “ponderosidad” o “significado”. No lo tomamos a la “ligera”. Pero el definir palabras meramente en términos de su significado original nos puede meter en todo tipo de problemas.
Además de los orígenes y las derivaciones, es extremadamente importante para nosotros estudiar el lenguaje en el contexto de su uso. Esto es necesario porque las palabras sufren cambios en su significado dependiendo de cómo se usen.
Palabras con múltiples significados. Hay gran cantidad de palabras en la Biblia que tienen múltiples significados. Solamente el contexto puede determinar el significado particular en que allí se usa. Por ejemplo, la Biblia habla frecuentemente acerca de la voluntad de Dios. Hay cuando menos seis diferentes formas en que esta palabra es utilizada. En algunas ocasiones la palabra voluntad se refiere a los preceptos que Dios ha revelado a sus hijos. O sea, su voluntad es su “mandato del deber prescrito a sus hijos”. El término voluntad se utiliza para describir “la acción soberana de Dios por medio de la cual Dios permite que acontezca lo que sea su voluntad que suceda”. A esto llamamos la voluntad eficaz de Dios porque afecta a lo que él quiere. Luego, hay un sentido de voluntad como “aquello que es agradable a Dios, en lo cual él se deleita”.
Veamos cómo un pasaje de la Escritura puede ser interpretado a la luz de estos tres diferentes significados de voluntad: está Dios “no queriendo que ninguno perezca” (2 P. 3:9, VRV). Esto podría significar: (1) Dios ha creado un precepto de que a nadie se le permite perecer; es contra la ley de Dios que nosotros perezcamos; (2) Dios ha decretado soberanamente, y ciertamente mantiene en vigor, que nadie perecerá; o (3) Dios no está complacido ni se deleita en que las personas perezcan. ¿Cuál de estas tres declaraciones cree usted que es la correcta? ¿Por qué? Si examinamos el contexto en que aparecen y seguimos la analogía de la fe tomando en consideración el contexto más largo de toda la Escritura, solamente uno de estos significados tiene sentido, es decir, el tercero.
Mi ejemplo favorito de palabras con múltiples sentidos es la palabra justificar. En Romanos 3:28 Pablo dice: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”. En Santiago 2:24 leemos: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”. Si la palabra justificar significa lo mismo en ambos casos, tenemos una contradicción irreconciliable entre los dos escritores bíblicos sobre un asunto que concierne a nuestros destinos eternos. Lutero se refirió a la “justificación por la fe” como el tema sobre el cual la iglesia se mantiene firme o cae. El significado de la justificación y la pregunta de cómo se lleva a cabo no es una mera insignificancia. Sin embargo, Pablo dice que es por fe aparte de obras, y Santiago dice que es por obras y no por fe sola. Para complicar más el asunto, Pablo insiste en Romanos 4 en que Abraham es justificado cuando cree en la promesa de Dios antes de ser circuncidado. Tiene a Abraham justificado en Génesis 15. Santiago dice: “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” (Sg. 2:21). Santiago no ve a Abraham justificado hasta Génesis 22.
Esta cuestión de la justificación se resuelve fácilmente si examinamos los posibles significados del término justificar y los aplicamos a los contextos de los pasajes respectivos. El término justificar puede significar (1) restaurar a un estado de reconciliación con Dios a aquellos que se hallan bajo el juicio de su Ley o, (2) demostrar o vindicar.
Jesús dice, por ejemplo: “La sabiduría es justificada por todos sus hijos” (Le. 7:35 VRV). ¿Qué trata de decir? ¿Trata de decir que la sabiduría restaura la comunión con Dios y salva de su ira? Obviamente no. El significado sencillo de sus palabras es que un acto sabio produce buen fruto. La reclamación de sabiduría es vindicada por el resultado. Una decisión demuestra ser sabia por sus resultados. Jesús habla en términos prácticos, no teológicos, cuando usa la palabra justificado de esta manera.
¿Cómo utiliza Pablo la palabra en Romanos 3? Aquí, no hay disputa. Pablo habla claramente acerca de la justificación en el máximo sentido teológico.
¿Y qué de Santiago? Si examinamos el contexto de Santiago podremos ver que está versando con una cuestión diferente a la de Pablo. Santiago dice en el 2:14: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” Santiago pregunta qué clase de fe es necesaria para salvación. Está diciendo que la fe viva lleva consigo obras. Él dice que una fe sin obras es una fe muerta, una fe sin vitalidad. El punto en cuestión es que la gente puede decir que tiene fe viva cuando en realidad no la tiene. La declaración es vindicada o justificada cuando se manifiesta por el fruto de la fe, o sea, las obras. Abraham es justificado o vindicado a nuestros ojos por sus frutos. En cierto modo, nuestra declaración de justificación de Abraham es justificada por sus obras. Los reformadores lo comprendieron así cuando afirmaron que “la justificación es por fe sola, pero la fe no va sola”.
Palabras cuyos significados se convierten en conceptos doctrinales. Hay una categoría de palabras que nos puede ocasionar delirios de interpretación. Es el grupo de palabras que ha venido a ser usado para conceptos doctrinales. Por ejemplo, hay la palabra salvo y el término correspondiente salvación. En el mundo bíblico una persona era “salva” si había experimentado un rescate de alguna clase de peligro o calamidad. Las personas rescatadas de una derrota militar, de una lesión en el cuerpo o enfermedad, de una difamación a la persona o calumnia, han experimentado lo que la Biblia llama “salvación”. Sin embargo, la salvación fundamental llega cuando somos rescatados del poder del pecado y la muerte y escapamos a la ira de Dios. Partiendo de esta clase específica de “salvación” hemos desarrollado una doctrina de la salvación. El problema se presenta cuando regresamos al Nuevo Testamento del cual hemos extrapolado una doctrina de salvación y hemos leído en cuanto al sentido máximo de la salvación en su totalidad en cada texto que utiliza el término salvación. Por ejemplo, Pablo dice en una ocasión que las mujeres se “salvarán engendrando hijos” (1 Tm. 2:15 VRV). ¿Significa esto que hay dos formas de obtener la salvación? ¿Necesitan los hombres ser salvados a través de Cristo, pero las mujeres pueden llegar al reino del cielo meramente teniendo hijos? Obviamente, Pablo se refiere a un nivel diferente de salvación cuando utiliza el término con respecto al engendramiento de los hijos.
De nuevo, leemos en 1 Corintios 7:14: “Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos”. Si tomamos en cuenta este pasaje desde la perspectiva de la santificación, ¿a qué conclusión llegaremos? Si la santificación llega tras la justificación y Pablo dice que el cónyuge es santificado, eso sólo puede significar que los cónyuges incrédulos también son justificados. Esto nos llevaría a la teoría por la que se aprovecha el éxito de otra persona para beneficio propio: si no crees en Cristo o no quieres seguirlo pero te preocupa ser excluido del reino si acaso Jesús es el Hijo de Dios, podría protegerte el casarte con un cristiano y tener lo mejor de ambos mundos. Esto significaría que probablemente hay tres caminos hacia la justificación: uno es por medio de la fe en Cristo, otro engendrando hijos, y otro a través del matrimonio con un creyente.
Esta clase de confusión teológica sucedería si interpretáramos la palabra santificar bajo su significado doctrinal completo. Pero la Biblia utiliza el término en otras formas. Primordialmente, santificar significa simplemente “apartar” o ser “consagrado”. Si dos paganos contraen matrimonio y uno se vuelve cristiano, el no creyente asume una relación especial con el cuerpo de Cristo por el bien de los hijos. Eso no significa que son redimidos.
Estos ejemplos deberían bastar para demostrar la importancia de adquirir un conocimiento cuidadoso de las palabras empleadas en la Escritura. Se ha producido un sinnúmero de controversias y han nacido herejías simplemente por no haber advertido la multitud de significados que con frecuencia tienen las palabras.
Regla 6: Note la presencia de paralelismos en la Biblia
Una de las características más fascinantes de la literatura hebrea es su uso de los paralelismos. El paralelismo en las lenguas antiguas del cercano oriente es común y relativamente fácil de reconocer. La habilidad para reconocerlo cuando ocurre ayudará mucho al lector a entender el texto.
La poesía hebrea, como otras formas de poesía, con frecuencia se construye en un compás particular. Sin embargo, con frecuencia el compás se pierde en la traducción. Los paralelismos no se pierden tan fácilmente en la traducción porque involucran, no tanto ritmo, palabras, y vocales como pensamientos. El paralelismo puede definirse como una relación entre dos frases o cláusulas que se corresponden en similitud o se relacionan. Hay tres tipos básicos de paralelismo: sinónimo, antitético y sintético.
El paralelismo sinónimo ocurre cuando diferentes partes de un pasaje presentan el mismo pensamiento en una forma de expresión ligeramente alterada. Por ejemplo:
El testigo falso no quedará sin castigo, y el que habla mentiras no escapará (Pv. 19:5)
Venid, adoremos y postrémonos; Arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor. (Sl. 95:6)
El paralelismo antitético ocurre cuando las dos partes se encuentran en contraste la una con la otra. Pueden decir lo mismo pero en forma negativa:
El hijo sabio recibe el consejo del padre; mas el burlador no escucha las reprensibles. (Pv. 13:1)
0:
La mano negligente empobrece; mas la mano de los diligentes enriquece. (Pv. 10:4)
El paralelismo sintético es un poco más complejo que las otras formas. Aquí la primera parte del pasaje crea un sentido de expectación, el cual se completa con la segunda parte. También puede avanzar en un movimiento progresivo “en escalinata”, hasta alcanzar una conclusión en la tercera línea:
Porque he aquí tus enemigos, oh Jehová, porque he aquí perecerán tus enemigos; serán esparcidos todos los que hacen maldad. (SI. 92:9)
Aunque Jesús no hablaba en poesía, la influencia de la forma de paralelismo se encuentra en sus palabras.
Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo, rehuses. (Mt. 5:42)
0:
Pedir, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. (Mt. 7:7)
La habilidad para reconocer los paralelismos con frecuencia puede aclarar aparentes dificultades en el entendimiento de un texto. También puede enriquecer grandemente nuestra percepción de fondo de varios pasajes. En la versión de Reina Valera de la Biblia hay un pasaje que ha causado tropiezo a muchos. Isaías 45:6–7 dice:
Yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto.
Se me ha preguntado acerca de este versículo en muchas ocasiones. ¿No nos enseña claramente que Dios crea el mal? ¿No convierte esto a Dios en el autor del pecado? La resolución a este pasaje problemático es sencilla si reconocemos la presencia obvia de un paralelismo antitético en Él. En la primera parte encontramos la luz en contraste con la oscuridad. En la segunda parte, la paz se encuentra en contraste con el mal. ¿Qué es lo opuesto a la paz? La clase de “mal” es aquel mal que se opone, no a la bondad sino a la “paz”. En una reciente traducción inglesa, dice: “Causando el bien y creando calamidad”. Esta es una versión más exacta de este pensamiento expresado por paralelismo antitético. Lo importante de este pasaje es que finalmente Dios trae la bendición de bienestar y paz a los píos, pero les visita con calamidad cuando actúa con juicio. Esto dista mucho de ser originalmente el creador del mal.
Otro pasaje problemático que exhibe una forma de paralelismo se encuentra en la oración del Señor. Jesús instruye a sus discípulos a orar. “No nos metas en tentación” (Mt. 6:13) Santiago nos advierte: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios” (Sg. 1:13). ¿No nos sugiere la oración de Jesús que Dios puede tentarnos, o cuando menos meternos en tentación? ¿Nos está diciendo Jesús que le pidamos a Dios que no nos seduzca ni nos atrape en el pecado? En absoluto.
El problema desaparece rápidamente si examinamos las otras partes del paralelismo. El pasaje dice: “No nos metas en tentación, mas líbranos del mal”. Este es un ejemplo del paralelismo sinónimo. Las dos partes dicen virtualmente la misma cosa. El ser metidos en tentación equivale a estar expuestos al ataque furioso del maligno. La “tentación” no es del tipo de la que habla Santiago, la cual comienza con las inclinaciones internas de nuestra propia codicia pero con una ocasión externa de “prueba”. Dios sí pone a sus hijos a prueba como lo hizo con Abraham y Jesús en el desierto.
Otro problema con este texto es la traducción de la palabra mal. Este sustantivo está en el género masculino en el griego y su traducción más exacta sería la de “el maligno”. Simplemente “mal en general” quedaría en el género neutro. Jesús está diciendo: “Oh Padre, pon un muro a nuestro alrededor, protégenos de Satanás. No permitas que nos atrape. No nos dirijas hacia donde él nos pueda destruir”. Una vez más, la clave inicial para resolver el pasaje se encuentra en el paralelismo.
La apariencia de paralelismo también puede enriquecer nuestro conocimiento de los conceptos bíblicos. Por ejemplo, ¿cómo entendía la mente hebrea la noción de la bienaventuranza? Escuche las palabras clásicas de la bendición hebrea y trate de avistar su intención:
Jehová te bendiga y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro; y ponga en ti paz. (Nm. 6:24–26)
Si examinamos la estructura paralela de la bendición somos enriquecidos no sólo por un conocimiento más profundo de la bienaventuranza sino también por lo que tiene en mente un judío con la medida total de “paz”. Nótese que los términos paz, gracia y guardar se utilizan en forma sinónima. Paz significa más que la ausencia de guerra. Significa experimentar la gracia de Dios siendo protegido por Él. ¿Qué significa ser guardado a personas que viven una vida de carácter peregrino? La historia de los judíos es la historia del exiliado que constantemente se enfrenta a la inestabilidad de la vida. Ser bendecido por la gracia de Dios y experimentar paz se relacionan entre sí.
¿Pero qué es la bienaventuranza? Note que en las dos últimas partes de la bendición la bienaventuranza es por imágenes de contemplación del rostro de Dios: “El Señor haga resplandecer su rostro … [o] alce sobre ti su rostro”. Para el judío el grado máximo de bienaventuranza viene de estar tan cerca de Dios como para ver su rostro. Lo que se le prohibió al hombre en el Antiguo Testamento fue contemplar el rostro de Dios. Podía acercarse; Moisés pudo contemplar las espaldas de Dios; podía tener comunicación con Dios; pero su rostro no podía ser visto. Pero la esperanza de Israel -la bendición máxima y final- era la de ver a Dios cara a cara.
Para el cristiano nuestro máximo sentido de gloria se expresa en términos de la visión beatífica, la visión de Dios cara a cara. A la inversa, en las categorías hebreas, la noción de la maldición de Dios se expresa en el lenguaje figurado de Dios dando la espalda; apartando la vista. La cercanía a Dios es bendición; la ausencia de Dios es maldición.
R. C. Sproul, Cómo estudiar e interpretar la Biblia (Miami, FL: Editorial Unilit, 1996), 76–92.