Pero conviene redondear el tema, y por una vez echaremos mano a la definición de un buen diccionario: «Un símbolo», dice, «es una cosa sensible que se toma como representación de otra, en virtud de una convención o por razón de una analogía que el entendimiento percibe entre ambos».
Un símbolo netamente convencional es la bandera de la patria, pues el cuadro de tela, adornado con dibujos escogidos por la autoridad de la nación en cierto momento histórico, no se asemeja en sí al imponente conjunto de almas y de intereses que forman la nación, pero, sin embargo, como todos sabemos, la bandera nacional llega a adquirir un sorprendente valor emotivo.
Los anillos que intercambian los novios en el acto de su casamiento son convencionales en parte. Pero a la vez nuestro entendimiento percibe una analogía entre el acto y el símbolo, tanto por el oro puro del material, que habla del valor del matrimonio, como por el hecho de ser el anillo redondo, sin falta de continuidad, lo que expresa el carácter perdurable del matrimonio.
Tomos enteros, de más o menos valor, se han escrito sobre el simbolismo de las Escrituras, de modo que es difícil que nosotros podamos echar luz sobre el tema en un párrafo. Estamos tratando aquí de las normas de interpretación de las Escrituras, y es imposible meternos en detalle. Siguiendo un buen método pedagógico empezaremos con lo más conocido y lo más claro: los dos actos simbólicos que han pasado a la Iglesia, o sea, el Bautismo y la Cena del Señor.
El hecho de que, aun en la dispensación de gracia, de revelación y del Espíritu, Dios nos habla todavía por medio de actos simbólicos, indica la enorme importancia de este método de revelación. ¡Tantas veces los actos son elocuentes cuando las palabras resultan ineficaces y pesadas! En efecto, el lenguaje del Bautismo y de la Mesa del Señor es clarísimo y contundente. El creyente judío que se ponía al lado de Jesús de Nazaret, confesándole como su Mesías y Señor, se separaba del sistema judaico que había dado la muerte a su Mesías, y señalaba su nueva relación (tanto de separación como de unión) por bajar a las aguas, simbolizando tanto su muerte con Cristo, como su levantamiento para participar en la vida de resurrección de Cristo (Ro. 6:1–5; Col. 2:12 y 13). El gentil convertido indicaba del mismo modo expresivo la completa escisión que se había efectuado entre él y el paganismo.
El dramático lenguaje del acto persiste hasta nuestros días. En la Cena del Señor el énfasis simbólico recae sobre la sustancia del pan y del vino, además del acto de tomar y comer y beber. Si bien el cordero pascual era la víctima que había de ser sacrificada año tras año, en sucesión ininterrumpida hasta su consumación, el pan señala el sacrificio efectuado una sola vez, que llega a ser pan de vida, sin sangre ya, para quien por la fe come la carne del Hijo del hombre. Es el cuerpo de Cristo dado a la muerte una sola vez.
La sangre de las víctimas de la antigua dispensación, hablaba de un Sacrificio aún futuro, de una vida de infinito valor que había de entregarse en la consumación de los siglos (Lv. 17:11, Versión Moderna). Pero el vino es el hecho consumado que llena la copa de vida y de bendición en el Nuevo Pacto. La meditación descubre múltiples facetas y matices en estos dos casos que han pasado a nuestra época espiritual y de cumplimiento. Pero notamos que el simbolismo aún habla a la Iglesia, como palabra visible, a pesar de disfrutar ella de la plenitud del conocimiento de la fe que fue una vez y para siempre dada a los santos.
Ritos, objetos, sustancias, colores, números, dimensiones, acontecimientos: todos pueden tener su valor simbólico, uniéndose, como en nuestra definición, lo convencional, establecido por el uso, y lo analógico. El valor bíblico de estos símbolos puede determinarse únicamente por su uso en las Escrituras mismas. El valor simbólico puede empezar con alguna analogía que nos parece natural, formando una especie de metáfora sensible. Pero el significado sólo puede confirmarse por el contexto bíblico en un número suficiente de casos, a no ser que Dios mismo haya indicado el sentido de una vez. Aquí viene en nuestro auxilio el principio anteriormente establecido de la unidad de las Escrituras, pues sobre esta base comprendemos que es posible echar la luz de un pasaje sobre otro, notando el contexto del primer uso del símbolo en cuestión, para ir luego recogiendo datos por medio de referencias sucesivas. Cualquier luz que podamos echar sobre un símbolo por medio de las Escrituras mismas vale muchos más que indicaciones que nos vienen de fuera de la Biblia, pues por importantes que sean las ayudas arqueológicas e históricas que hemos subrayado en secciones anteriores con referencia al fondo de los libros, el sentido espiritual ha de determinarse por medios espirituales (1 Co. 2:13).
El libro simbólico por excelencia de la Biblia es el Apocalipsis, por la sencilla razón de que, cuando más nos acercamos a lo divino y lo eterno, menos adecuado se halla el lenguaje común que se ha forjado a través de las experiencias humanas en esta tierra. La dificultad aumenta si pensamos en los elementos proféticos que aún tienen que cumplirse en condiciones que trascenderán toda experiencia humana. Con todo, no hemos de desanimarnos frente a la riqueza simbólica del Apocalipsis, contentándonos con su valor dramáticopoético, y sacando del libro sólo unas vagas lecciones sobre el triunfo final del bien sobre el mal, pues todo lo que Dios nos da en Su Palabra es significativo, y todas las secciones de la Biblia se han dado para ser estudiadas y comprendidas, sin que por ello hayamos de dogmatizar en puntos oscuros donde caben diferentes interpretaciones. Como obligada preparación para leer los símbolos del Apocalipsis, es necesario que el estudiante se empape del simbolismo levítico, juntamente con los primeros capítulos del Génesis, los libros de Ezequiel, Daniel y Zacarías, habiendo conseguido, además, una idea clara del plan profético que emerge de todos los libros proféticos. Verá entonces, según va leyendo y meditando, que apenas hay símbolo que no tenga su antecedente en contextos que iluminan su significado esencial. Por medio de esta preparación, el estudiante no se hallará perdido, como si estuviera procurando interpretar el idioma de los hititas sin poseer la clave, sino que reconocerá el símbolo y empezará a entender el hermoso lenguaje del libro.
Al leer libros que pretenden explicar los símbolos de las Escrituras, debemos aceptar la ayuda que nos ofrecen, pero siempre con cierta reserva mental, diciendo para nosotros mismos: «En este delicado terreno, en el que es tan posible que el hombre se apresure a conclusiones prematuras, voy a ir comprobándolo todo, examinando el contexto y el uso de cada uno de los símbolos, para ver, como los de Berea, si estas cosas son así.»
Tratemos con respeto el tema del simbolismo, ya que es el método que Dios ha escogido para ilustrar la obra de la redención y llevar nuestros pensamientos a la meta final de Su obra en la nueva creación. Pero muchas almas sencillas se hallan limitadas por los mismos símbolos que debieran abrirles las infinitas perspectivas de los siglos de los siglos. Que comprendamos que calles de oro indican el valor superlativo y eterno de la nueva comunidad que Dios establecerá en el «cielo nuevo y la tierra nueva»; que las palmas en las manos de los redimidos hablan de victoria; que las coronas expresan la autoridad y la honra con las cuales Dios ha de investir a Sus santos conforme a Su propósito de gracia y según la fidelidad de ellos en lo poco aquí abajo; y que el echar las coronas a sus pies manifiesta que siempre se acordarán de atribuir toda la honra, todo el valor y toda la gloria a Aquel que reina para siempre jamás.
Fuente: Ernesto Trenchard, Normas de Interpretación Bı́blica (Grand Rapids, MI: Editorial Portavoz, 1958), 110–115.