Consideraciones doctrinales en Hechos 5:1–6
Dos asuntos en el relato sobre la muerte de Ananías exigen un análisis. Primero, ¿por qué no se le dio a Ananías la oportunidad de arrepentirse? Recuérdese que cuando Pedro confrontó a Simón el mago, quien les ofreció dinero para comprar el poder del Espíritu Santo, él le mandó a que se arrepintiera (8:22; también 2:38). Nos atrevemos a pensar que quizás Ananías era un judío que conocía las Escrituras desde su infancia y más tarde en su vida llegó a conocer la verdad cuando fue bautizado en el nombre de Jesús. Por contraste, Simón vivía en completa oscuridad espiritual al ser un practicante de la hechicería. El fue bautizado porque creyó (8:13) aun cuando su fe no era genuina. Cuando quiso comprar el poder del Espíritu, Pedro lo reprendió y lo llamó a que se arrepintiera para ser librado de las garras de Satanás.
Tanto Ananías como Safira mintieron al Espíritu Santo (vv. 3–4) y se pusieron de acuerdo para tentar al Espíritu de Dios (v. 9). Aunque no blasfemaron contra el Espíritu, ellos deliberadamente tentaron al Espíritu Santo. Y como los israelitas que tentaron a Dios perecieron en el desierto, así Ananías y su mujer sufrieron las mismas consecuencias. El autor de la Epístola a los Hebreos comentando sobre la muerte de un blasfemo, pregunta: “¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?” (10:29). Y concluye diciendo que “horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo” (v. 31). Ananías y Safira insultaron al Espíritu Santo, y lo tentaron. Como consecuencia de ello, perecieron.
Tomemos una simple ilustración del diario vivir como paralelo de la disciplina aplicada por Dios a Ananías y Safira. Cuando un padre enfrenta la tarea de disciplinar a uno de sus hijos que se ha portado mal, los otros niños de la familia que observan la acción disciplinaria guardan silencio. Saben que la disciplina es necesaria y justificada. También saben que hay tiempo para hablar y tiempo para callar. Cuando la disciplina está siendo aplicada, es tiempo de enmudecer.
Consideremos un segundo asunto. ¿Por qué los apóstoles no notificaron a Safira de la muerte y sepultación de Ananías? No tenemos la respuesta exacta a esta pregunta, porque el relato no nos da toda la información al respecto. Sin embargo, podemos entender que cuando la congregación se dio cuenta que Dios había castigado a Ananías con una muerte repentina, ellos sabían que el cuerpo de la persona maldecida por Dios tenía que ser sacado y sepultado ese mismo día. (Dt. 21:23). En el caso de los hijos de Aarón, Nadab y Abiú, que murieron en el altar, Moisés ordenó a sus primos que sacaran los cuerpos, “aun con sus túnicas” y los sepultaran (Lv. 10:5). A Aarón y a sus hijos Eleazar e Itamar no se les permitió hacer duelo por los muertos. Además debe recordarse que cualquiera que tocara un cadáver era considerado inmundo por siete días (Nm. 19:11).
Los jóvenes retiraron el cuerpo de Ananías del lugar para eliminar el peligro de contaminación. Sabiendo que el juicio de Dios había caído, no hicieron ningún intento de duelo ni notificaron a sus parientes cercanos. Al sepultar a Ananías lo más pronto posible, libraron al lugar de la maldición que había caído sobre Ananías.
Fuente: Simon J. Kistemaker, Comentario Al Nuevo Testamento: Hechos (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2007), 197–198.
El pecado de Ananías
Los corazones de Ananías y de su esposa fueron movidos por el Espíritu Santo a dedicar sus posesiones a Dios, tal como lo habían hecho sus hermanos. Pero después de haber hecho la promesa, se arrepintieron, y decidieron no cumplirla. Mientras pretendían darlo todo, retuvieron una parte del dinero recibido. Actuaron fraudulentamente en relación con Dios, mintieron al Espíritu Santo, y su pecado recibió un juicio rápido y terrible. Perdieron no sólo esta vida sino también la vida eterna.
El Señor vio que era necesaria esta señalada manifestación de su justicia para proteger a otros contra ese mismo mal. Esto constituyó un testimonio de que los hombres no pueden engañar a Dios, de que él detesta el pecado oculto en el corazón y de que nadie podrá burlarse de él. Ese acontecimiento fue permitido como amonestación para la joven iglesia, para guiar a sus miembros a examinar sus motivos, para que tuvieran cuidado de no complacer el egoísmo y la vanagloria, para que se cuidaran de no robar a Dios.
En el caso de Ananías, el pecado de fraude contra Dios fue detectado y castigado rápidamente. Este ejemplo del juicio de Dios tema el propósito de ser una señal de peligro para todas las generaciones futuras. Ese mismo pecado se repitió con frecuencia en la historia posterior de la iglesia, y en nuestra época muchos lo cometen; pero aunque no reciba la manifestación visible del desagrado de Dios, no por eso es menos horrible ante su vista ahora que en el tiempo de los apóstoles. La amonestación ha sido dada, Dios ha manifestado claramente su aborrecimiento de este pecado, y todos los que manifiesten una conducta semejante pueden tener la seguridad de que están destruyendo sus propias almas…
El egoísmo queda vencido y se obra de acuerdo con la mente de Cristo únicamente cuando se reconocen plenamente los motivos cristianos, cuando la conciencia despierta al deber y cuando la luz divina impresiona el corazón y el carácter. El Espíritu Santo, obrando sobre los corazones y los caracteres humanos expulsará toda tendencia hacia la codicia y el proceder engañoso…
En algunas ocasiones el Señor ha actuado decididamente en el caso de hombres mundanos y egoístas. Sus mentes han sido iluminadas por el Espíritu Santo, sus corazones han sentido su influencia enternecedora y subyugadora. Bajo la impresión de la misericordia y la gracia abundantes de Dios, consideraron como su deber promover su causa, edificar su reino… Sintieron deseos de participar en el reino de Dios, y prometieron dar sus recursos para ayudar a alguna de las diferentes empresas de la causa de Dios. Esa empresa no fue hecha al hombre sino a Dios, ante la presencia de sus ángeles, quienes influían en los corazones de esos hombres egoístas y amadores del dinero.
Cuando hicieron la promesa, fueron bendecidos con abundancia; pero los sentimientos cambian rápidamente cuando están arraigados en terreno profano. A medida que la impresión inmediata del Espíritu Santo pierde intensidad, a medida que la mente y el corazón vuelven a absorberse en los negocios mundanales, les resulta más difícil mantener la consagración a Dios de sí mismos y de sus propiedades. Satanás los asalta con su tentación: “Fueron unos necios al prometer ese dinero, porque lo necesitan para invertirlo en sus negocios; y si pagan esa promesa, experimentarán pérdida”.
Y ellos se arrepienten, murmuran, se quejan del mensaje del Señor y de sus mensajeros. Dicen cosas que no son verdaderas, alegan que prometieron bajo un estado de excitación, que no comprendían claramente el asunto, que se exageraron las necesidades, que sus sentimientos fueron excitados, y que esto los indujo a formular la promesa. Hablan como si la preciosa bendición que han recibido fuese el resultado de un engaño practicado contra ellos por los ministros con el fin de conseguir dinero. Cambian de parecer y no se sienten obligados a pagar sus promesas a Dios. Se cometen terribles robos contra Dios, y se presentan endebles excusas para resistir y negar el Espíritu Santo. Algunos aducen como razón que han tenido inconvenientes; dicen que necesitan su dinero. ¿Para qué? Para enterrarlo en casas y terrenos, o en algún negocio para ganar más dinero. Piensan que como la promesa fue hecha para un propósito religioso, no se les puede exigir por la ley su cumplimiento, y el amor al dinero es tan fuerte que engañan a sus propias almas y se atreven a robar a Dios. A muchos podría decirse: “A ningún otro amigo trataron en forma tan descomedida”.
Está aumentando el número de los que cometen el pecado de Ananías y Safira. Los hombres no mienten al hombre, sino a Dios, en su descuido de las promesas que su Espíritu les indujo a realizar. Debido a que no se ejecuta rápidamente sentencia contra una mala acción, tal como en el caso de Ananías y Safira, el corazón de los hijos de los hombres se empeña decididamente en hacer el mal y lucha contra el Espíritu de Dios. ¿Cómo estarán estos hombres en el juicio? ¿Se atreven a soportar los resultados finales de este asunto? ¿Cómo estarán en los acontecimientos descritos en el Apocalipsis? “Entonces vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él. De su presencia huyeron la tierra y el cielo, y no fueron hallados más. Y vi también a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante el trono… Y cada uno fue juzgado según sus obras” (Apoc. 20:11–13).–RH, 23 de mayo de 1893.
RH Review and Herald (revista)
Fuente: Elena G. de White, Consejos Sobre Mayordomía Cristiana, ed. Aldo D. Orrego, Segunda edición. (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2007), 199–201.