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10 – La persecución en el siglo tercero

«La presente confesión de fe ante las autoridades ha sido tanto más ilustre y honrosa por cuanto el sufrimiento fue mayor. La lucha arreció, y se acrecentó la gloria de los que luchaban» (Cipriano de Cartago)

Hacia fines del siglo segundo, la iglesia había gozado de un período de relativa paz. El Imperio, envuelto en guerras civiles al mismo tiempo que trataba de defender sus fronteras frente al empuje de los pueblos germánicos, no les había prestado demasiada atención a los cristianos.

Además, todavía seguía en vigor el viejo principio promulgado por Trajano, en el sentido de que los cristianos debían ser castigados si se les delataba y se negaban a ofrecerles sacrificio a los dioses, pero que no debía buscárseles activamente.

En el siglo tercero, sin embargo, la situación cambió. A través de todo el siglo continuó vigente la legislación de Trajano, y por tanto de vez en cuando, en uno u otro lugar, hubo martirios más o menos aislados. Pero además de esto hubo dos políticas nuevas, una promulgada por Septimio Severo y otra por Decio, que afectaron profundamente la vida de la iglesia.

La persecución bajo Septimio Severo

A principios del siglo tercero, reinaba en Roma el emperador, quien había logrado consolidar su poder y poner así fin a un período de luchas internas que habían debilitado al Imperio. Empero gobernar en tales circunstancias no era tarea fácil. La amenaza de los pueblos “bárbaros” allende el Danubio y el Rin era constante. Dentro del Imperio había grupos disidentes, y existía siempre el peligro de que alguna legión se rebelara y nombrara su propio emperador, iniciando así una nueva guerra civil. En medio de tal situación, Septimio Severo decidió seguir una política religiosa de carácter sincretista. Su propósito era unir a todos sus súbditos bajo el culto al Sol invicto, en el cual se fundirían todas las religiones de la época, así como las enseñanzas de diversos filósofos.

Pero tal política confligía con la obstinación de los dos grupos religiosos que se negaban doblegarse ante el sincretismo: los judíos y los cristianos. Por ello, Septimio Severo se propuso detener el avance de estas dos religiones, y con ese propósito prohibió, bajo pena de muerte, toda conversión al judaísmo o al cristianismo. Al mismo tiempo, la antigua legislación seguía vigente, de modo que a los cristianos que fueran acusados y que se negaran a ofrecerles sacrificio a los dioses se les condenaría también.

El resultado de todo esto fue un recrudecimiento de la persecución al estilo del siglo anterior, y a la vez una persecución más intensa dirigida contra los nuevos conversos y sus maestros. Por lo tanto, el año 202, fecha del edicto de Septimio Severo, marca un nuevo hito en la historia de las persecuciones. Según una tradición, fue en ese año que Ireneo sufrió el martirio. También hemos señalado anteriormente que el padre de Orígenes, Leónidas, se contaba entre un grupo de mártires alejandrinos de la misma fecha. Puesto que el peligro era mayor para los maestros del cristianismo, y puesto que Clemente llevaba unos veinte años enseñando en Alejandría, y se había hecho famoso, Clemente tuvo que huir y refugiarse en la región de Capadocia, donde era menos conocido.

El más famoso de los martirios de esa época es el de Perpetua y Felicidad, que tuvo lugar alrededor del año 203. Es posible que Perpetua y sus compañeros hayan sido montanistas, y que el autor que nos ha dejado el testimonio de su martirio haya sido Tertuliano. Pero en todo caso lo que más nos interesa aquí es el hecho de que los mártires son cinco catecúmenos, es decir, cinco personas que se preparaban para recibir el bautismo. Esto concuerda con lo que hemos dicho más arriba acerca del edicto de Septimio Severo. El crimen de que se acusaba a estos cinco jóvenes, varios de ellos adolescentes, no era sólo el hecho de ser cristianos, sino también el hecho de haberse convertido recientemente, desobedeciendo así el decreto imperial.

La heroína del Martirio de santas Perpetua y Felicidad es Perpetua, una mujer joven de buena posición social que amamantaba aún a su hijo recién nacido. La acompañaban los esclavos Felicidad y Revocato, y otros dos jóvenes acerca de cuyo trasfondo no se nos informa, y cuyos nombres eran Saturnino y Secúndulo. Buena parte del Martirio está puesta en labios de Perpetua, y es muy posible que reproduzca sus propias palabras.

En todo caso, cuando Perpetua y sus compañeros fueron arrestados y el padre de Perpetua trató de convencerla de que abandonara su fe y salvara así su vida, ella le respondió que, de igual modo que cada cosa tiene su nombre y es inútil tratar de cambiárselo, ella tenía el nombre de cristiana, y no podía cambiárselo. El proceso de Perpetua y sus compañeros fue largo, al parecer porque las autoridades querían hacer todo lo posible por incitarles a abandonar su fe. Felicidad, que estaba encinta cuando fue arrestada, temía que por razón de su embarazo le perdonaran la vida, o al menos pospusieran su martirio, y que no podría entonces sufrir juntamente con sus compañeros. Pero, según el Martirio, sus oraciones fueron contestadas, y al octavo mes de embarazo dio a luz una niña, que inmediatamente fue adoptada por otra hermana en la fe. Cuando la veían quejarse de los dolores del parto, sus carceleros le preguntaban cómo esperaba tener el valor necesario para enfrentarse a las fieras. La respuesta de Felicidad es característica del modo en que muchos de aquellos cristianos de los primeros siglos se enfrentaban al martirio:

Ahora mis sufrimientos son sólo míos. Mas cuando tenga que enfrentarme a las bestias habrá otro que vivirá en mí, y sufrirá por mí, puesto que yo estaré sufriendo por él.

Los mártires varones fueron por fin lanzados a las fieras, y Saturnino y Revocato murieron rápidamente, pero a Secúndulo ninguna fiera quiso atacarle. El jabalí que le soltaron, en lugar de atacarle a él, hirió de muerte a uno de los soldados. Cuando le ataron para que un oso le atacara, el oso se negó a salir de su escondite. Por fin, el propio Secúndulo le anunció a su carcelero que un leopardo le mataría de una sola dentellada, y así fue.

En cuanto a Perpetua y Felicidad, les anunciaron que les tenían preparada una vaca furiosa para que las corneara. Cuando Perpetua fue corneada y lanzada en alto, sencillamente se ciñó mas estrechamente su vestido deshecho sobre sus carnes expuestas, y pidió que le permitieran recoger su cabellera, porque la cabellera suelta como se la habían dejado era señal de duelo, y para ella éste era un momento feliz. Luego fue a donde yacía Felicidad, también herida por la vaca, levantó a su compañera, y preguntó en voz alta que sorprendió a todos: “¿Dónde está la famosa vaca?” Por fin, desgarradas y sangrantes, las mártires se reunieron en el centro del anfiteatro, donde se despidieron con el ósculo de paz y se dispusieron a morir a espada. Cuando le tocó el turno a Perpetua, su verdugo temblaba y no acertaba a herirle de muerte, y ella le tomó la mano y se la dirigió para que la hiriera en la garganta. Al llegar a este punto, el Martirio comenta: “Quizá el demonio la temía tanto, que no se atrevía a matarla sin que ella lo quisiera.” Poco después, por razones que no están del todo claras, la persecución amainó. Siempre siguió habiendo algunos mártires en diversas partes del Imperio, pero no en la medida en que los hubo en los años 202 y 203. El emperador Caracalla, que sucedió a Septimio Severo en el año 211, trató de ganarse el apoyo de la población extendiendo la ciudadanía romana a todos sus súbditos libres —los que no eran esclavos—. Como parte de su política de congraciarse con el pueblo, revivió la persecución pero sólo por breve tiempo y mayormente en el norte de Africa.

Sus sucesores Eliogábalo (218–222) y Alejandro Severo (222–235) siguieron una política sincretista semejante a la de Septimio Severo; pero, a diferencia de este último, no trataron de obligar a judíos y cristianos a seguir ese sincretismo. Se cuenta que Alejandro Severo tenía en su altar imágenes de Cristo y Abraham, además de varios dioses. Su madre, Julia Mamea, fue a escuchar las enseñanzas de Orígenes.

Por un breve período, bajo el gobierno de Máximo, se desató la persecución en Roma, y tanto el obispo Ponciano como su rival Hipólito fueron exiliados y enviados a trabajar en las minas. Pero pronto esa breve persecución pasó, y la iglesia gozó de relativa paz. De hecho, del emperador Felipe el Arabe, que reinó del año 244 al 249, llegaron a circular rumores en el sentido de que era cristiano.

En resumen, durante casi medio siglo las persecuciones cesaron casi por completo, al tiempo que el número de conversos al cristianismo crecía sorprendentemente. Para esta nueva generación de cristianos, la mayoría de los mártires eran personas que habían vivido en una edad pasada, y a quienes se les debía gran veneración, pero cuya situación difícilmente se repetiría. Cada día había más cristianos entre las clases pudientes del Imperio, y ya eran pocos los que creían las viejas fábulas acerca de los crímenes indecibles de los cristianos. La persecución había venido a ser una memoria del pasado, a la vez amarga y dolorosa. Entonces se desató la tormenta.

La persecución bajo Decio

En el año 249 Decio se ciñó la púrpura imperial. Aun cuando los historiadores cristianos le han caracterizado como un personaje cruel, Decio era sencillamente un romano de corte antiguo, y un hombre dispuesto a restaurar la vieja gloria de Roma. Por diversas razones, esa gloria parecía estar perdiendo su lustre. Los bárbaros allende las fronteras se mostraban cada vez más inquietos y más atrevidos en sus incursiones dentro de los dominios del Imperio. La economía del Imperio se encontraba en crisis. Y las viejas tradiciones caían cada vez en mayor desuso.

Para un romano tradicional, resultaba claro que una de las razones por las que todo esto sucedía era que el pueblo había abandonado el culto de sus dioses. Cuando todos adoraban a los dioses, las cosas parecían marchar mucho mejor, y la gloria y el poderío de Roma eran cada vez mayores. En consecuencia, cabría pensar que lo que estaba sucediendo era que, puesto que Roma les estaba retirando su culto, los dioses a su vez le estaban retirando su favor al viejo Imperio. En ese caso, una de las medidas que se imponían en el intento de restaurar la vieja gloria de Roma era la restauración de los viejos cultos. Si todos los súbditos del Imperio volvían a adorar a los dioses, posiblemente los dioses volverían a favorecer al Imperio.

Esta fue la principal razón de la política religiosa de Decio. No se trataba ya de los viejos rumores acerca de las prácticas nefandas de los cristianos, ni de la necesidad de castigar su obstinación, sino que se trataba mas bien de una campaña religiosa que buscaba la restauración de los viejos cultos. En último análisis, lo que estaba en juego era la supervivencia de la vieja Roma de los Césares, con sus glorias y sus dioses. Todo lo que se opusiera a esto sería visto como falta de patriotismo y alta traición.

Dada la razón de la política de Decio, la persecución que este emperador desató tuvo características muy distintas de las anteriores. El propósito del emperador no era crear mártires, sino apóstatas. Casi cincuenta años antes, Tertuliano había dicho que la sangre de los mártires era semilla, pues mientras más se le derramaba más cristianos había. Las muertes ejemplares de los mártires de los primeros años no podían sino conmover a quienes las presenciaban, y por tanto a la larga favorecían la diseminación del cristianismo. Si, por otra parte, se lograba que algún cristiano, ante la amenaza de muerte o el dolor de la tortura, renunciase de su fe, ello constituiría una victoria en la política imperial de restaurar el paganismo.

Aunque el edicto de Decio que inició la persecución no se ha conservado, resulta claro que lo que Decio ordenó no fue que se destruyera a los cristianos, sino que era necesario volver al culto de los viejos dioses. Por mandato imperial, todos tenían que sacrificar ante los dioses y quemar incienso ante la estatua del emperador. Quienes así lo hicieran, obtendrían un certificado como prueba de ello. Y quienes carecieran de tal certificado serían tratados como criminales que habían desobedecido el mandato imperial.

Como era de suponerse, este mandato imperial tomó a los cristianos por sorpresa. Las generaciones que se habían formado bajo el peligro constante de la persecución habían pasado, y las nuevas generaciones no estaban listas a enfrentarse al martirio. Algunos corrieron a obedecer el edicto imperial tan pronto como supieron de él. Otros permanecieron firmes por algún tiempo, pero cuando fueron llevados ante los tribunales ofrecieron sacrificio ante los dioses. Otros, quizá más astutos, se valieron de artimañas y del poder del oro para obtener certificados falsos sin haber sacrificado nada. Otros, en fin, permanecieron firmes, y se dispusieron a afrontar las torturas más crueles que sus verdugos pudieran imponerles.

Puesto que el propósito de Decio era obligar a las gentes a sacrificar, fueron relativamente pocos los que murieron durante esta persecución. Lo que se hacía era más bien detener a los cristianos y, mediante una combinación de promesas, amenazas y torturas, hacer todo lo posible para obligarles a abjurar de su fe. Fue bajo tales circunstancias que Orígenes sufrió las torturas que hemos mencionado en el capítulo anterior, y que a la postre causaron su muerte. Y el caso de Orígenes se repitió centenares de veces en todas partes del Imperio. Ya no se trataba de una persecución esporádica y local, sino más bien sistemática y universal, como lo muestra el hecho de que se han conservado certificados comprobando sacrificios ofrecidos en los lugares más recónditos del Imperio.

Todo esto dio origen a una nueva dignidad en la iglesia, la de los “confesores”. Hasta entonces, quienes eran llevados ante los tribunales y permanecían firmes en su fe terminaban su vida en el martirio. Los que sacrificaban ante los dioses eran apóstatas. Pero ahora, con la nueva situación creada por el edicto de Decio, apareció un grupo de aquellos que permanecían firmes en la fe, pero cuya firmeza no llevaba a la corona del martirio. A estas personas que habían confesado la fe en medio de las torturas se les dio el titulo de “confesores”.

La persecución de Decio no duró mucho. En el año 251 Galo sucedió a Decio, y la persecución disminuyó. Seis años más tarde, bajo Valeriano, antiguo compañero de Decio, hubo una nueva persecución. Pero cuando en el año 260 los persas hicieron prisionero a Valeriano, la iglesia gozó de nuevo de una paz que duró mas de cuarenta años.

A pesar de su breve duración, la persecución de Decio fue una dura prueba para la iglesia. Esto se debió, no sólo al hecho mismo de la persecución, sino también a las nuevas cuestiones a que los cristianos tuvieron que enfrentarse después de la persecución.

En una palabra, el problema que la iglesia confrontó era la cuestión de qué hacer con los “caídos”, con los que de un modo u otro habían sucumbido ante los embates de la persecución. El problema se agravaba por varias razones. Una de ellas era que no todos habían caído de igual modo o en igual grado. Difícilmente podría equipararse el caso de quienes habían corrido a sacrificar ante los dioses tan pronto como habían oído acerca del edicto imperial con el de los que se habían valido de diversos medios para procurarse certificados, pero nunca habían sacrificado. Había otros que, tras un momento de debilidad en el cual se habían rendido ante las amenazas de las autoridades, querían volver a unirse a la iglesia mientras duraba todavía la persecución, sabiendo que ello probablemente les costaría la libertad y quizá la vida.

Dado el gran prestigio de los confesores, algunos pensaban que eran ellos quienes tenían la autoridad necesaria para restaurar a los caídos a la comunión de la iglesia. Algunos confesores, particularmente en el norte de Africa, reclamaron esa autoridad, y comenzaron a desempeñarla. A esto se oponían muchos de los obispos, para quienes era necesario que el proceso de restauración de los caídos se hiciera con orden y uniformidad, y quienes por tanto insistían en que sólo la jerarquía de la iglesia tenía autoridad para regular esa restauración. Por último, había quienes pensaban que toda la iglesia estaba cayendo en una laxitud excesiva, y que se debía tratar a los caídos con mucho mayor rigor.

La cuestión de los caídos: Cipriano y Novaciano

En el debate que surgió en torno de esta cuestión, dos personajes se distinguen por encima de los demás: Cipriano de Cartago y Novaciano de Roma.

Cipriano se había convertido cuando tenía unos cuarenta años de edad, y poco tiempo después había sido electo obispo de Cartago. Su teólogo favorito era Tertuliano, a quien llamaba “el maestro”. Al igual que Tertuliano, Cipriano era ducho en retórica, y sabía exponer sus argumentos de forma aplastante. Sus escritos, muchos de los cuales se conservan hasta el día de hoy, son preciosas joyas de la literatura cristiana del siglo tercero.

Cipriano había sido hecho obispo muy poco tiempo antes de estallar la persecución, y cuando ésta llegó a Cartago, Cipriano pensó que su deber era huir a un lugar seguro, con algunos otros dirigentes de la iglesia, y desde allí seguir pastoreando a su grey mediante una correspondencia nutrida. Como era de suponerse, muchos vieron en esta decisión un acto de cobardía. El clero de Roma, por ejemplo, que acababa de perder a su obispo en la persecución, le escribió pidiéndole cuentas de su actitud. Cipriano insistió en que su exilio era la decisión más sabia para el bien de su grey, y que era por esa razón que había decidido huir, y no por cobardía. De hecho, su valor y convicción quedaron probados pocos años más tarde, cuando Cipriano ofreció su vida como mártir. Pero por lo pronto su propia autoridad quedaba puesta en duda, pues los confesores, que habían sufrido por su fe, parecían tener más autoridad que él.

Algunos de los confesores deseaban que los caídos que querían volver a la iglesia fueran admitidos inmediatamente, sólo a base de su arrepentimiento. Pronto varios presbíteros que habían tenido otros conflictos con Cipriano se unieron a los confesores, y se produjo un cisma que dividió a la iglesia de Cartago y de toda la región circundante.

Cipriano entonces convocó a un sínodo —es decir, una asamblea de los obispos de la región— que decidió que quienes habían comprado u obtenido certificados sin haber sacrificado podían ser admitidos a la comunión inmediatamente si mostraban arrepentimiento. Los que habían sacrificado no serían admitidos sino en su lecho de muerte, o cuando una nueva persecución les diera oportunidad de mostrar la sinceridad de su arrepentimiento. Los que habían sacrificado y no se arrepentían, no serían admitidos jamás, ni siquiera en su lecho de muerte. Por último, los miembros del clero que habían sacrificado serían depuestos inmediatamente. Con estas decisiones terminó la controversia, aunque el cisma continuó por algún tiempo. La principal razón por la que Cipriano insistía en la necesidad de regular la admisión de los caídos a la comunión de la iglesia era su propio concepto de la iglesia. La iglesia es el cuerpo de Cristo, que ha de participar de la victoria de su Cabeza. Por ello, “fuera de la iglesia no hay salvación”, y “nadie que no tenga a la iglesia por madre puede tener a Dios por padre”. En su caso, esto no quería decir que hubiera que estar de acuerdo en todo con la jerarquía de la iglesia —Cipriano mismo tuvo sus disputas con la jerarquía de la iglesia de Roma— pero sí implicaba que la unidad de la iglesia era de suma importancia. Puesto que las acciones de los confesores amenazaban con quebrantar esa unidad, Cipriano se sentía obligado a rechazar esas acciones e insistir en que fuera un sínodo el que decidiera lo que habría de hacerse con los caídos.

Además, no hemos de olvidar que Cipriano era fiel admirador de Tertuliano, cuyas obras estudiaba con asiduidad. El espíritu rigorista de Tertuliano se hacía sentir en Cipriano y en su insistencia en que los caídos no fueran admitidos de nuevo a la comunión de la iglesia con demasiada facilidad. La iglesia debía ser una comunidad de santos, y los idólatras y apóstatas no tenían lugar en ella.

Mucho más rigorista que Cipriano era Novaciano, quien en Roma se oponía a la facilidad con que el obispo Cornelio admitía de nuevo a la comunión a los que habían caído. Años antes, había habido un conflicto semejante en la misma ciudad de Roma, cuando Hipólito —a quien hemos de referirnos en el próximo capítulo como exponente del culto cristiano— rompió con el obispo Calixto porque éste estaba dispuesto a perdonar a los que habían fornicado y regresaban arrepentidos. En aquella ocasión, el resultado fue un cisma, de modo que llegó a haber dos obispos rivales en Roma.

También ahora, en el caso de Novaciano, se produjo otro cisma, pues Novaciano insistía en que la iglesia debía ser pura, y las acciones de Cornelio al admitir a los caídos la mancillaban. El cisma de Hipólito no había durado mucho; pero el de Novaciano perduraría por varias generaciones. La importancia de todo esto es que muestra cómo la cuestión de la restauración de los caídos fue una de las preocupaciones principales de la iglesia occidental —es decir, de la iglesia en la parte del Imperio que hablaba el latín— desde fecha muy temprana. La cuestión de qué debía hacerse con los que pecaban después de su bautismo dividió a la iglesia occidental en repetidas ocasiones. De esa preocupación surgió todo el sistema penitencial de la iglesia. Y a la larga la Reforma Protestante fue en su esencia una protesta contra ese sistema. Todo esto, empero, pertenece a otros lugares en esta historia.

 

Fuente:

Justo L. González, Historia Del Cristianismo: Tomo 1, vol. 1 (Miami, FL: Editorial Unilit, 2003), 103–110.

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