
Cuando leemos la Carta de Pablo a los Corintios, vemos que desde el comienzo hubo percepciones erradas sobre el lugar del ministerio ordenado. Las facciones en Corinto peleaban entre sí en apoyo a un líder en particular, y Pablo reaccionó horrorizado por este culto a los líderes. Para corregir el concepto de los corintios, el apóstol desarrolló cuatro modelos de lo que es el ministerio de un pastor ordenado. Aunque describe su propio ministerio apostólico, las figuras se aplican también al ministerio cristiano actual. Cada modelo o metáfora ilustra una verdad esencial sobre el liderazgo cristiano.
Siervos de Cristo (1 Corintios 4:1)
Antes de ser ministros de la Palabra o de la iglesia, los líderes son ministros o siervos de Cristo. Sin duda, hay pasajes de la Biblia que enfatizan el honor del ministerio cristiano y motivan a la iglesia a tener estima y amor por los que desempeñan esa función. Pero aquí, Pablo usa una expresión de mucha humildad; el término griego que se traduce como ‘siervos’ es uperetes. Es interesante el origen de esta palabra. Los barcos del mundo antiguo tenían tres niveles de remeros. Los uperetes eran los que estaban en el nivel más bajo del barco, figura de humildad y trabajo esforzado. Pablo describe al ministro como subordinado de Cristo, alguien que ocupa un nivel humilde. El ministerio cristiano debe comenzar con una actitud de sumisión y amor al Señor, con el encuentro diario con Dios en oración y con una vida de obediencia.
Como subordinados de Cristo, somos responsables ante él por nuestro ministerio. El hecho de tener que dar cuenta a Dios de nuestra labor, nos consuela a la vez que nos desafía. Nos consuela porque podemos decir, como Pablo, que el Señor es quien nos juzga. Ante él quedarán a la vista las intenciones del corazón.
No hay por qué hacer comparaciones, dice el apóstol. Si hay diferencia entre personas, ¿acaso no es Dios responsable de ellas? Los dones que tenemos los hemos recibido de Dios. Nuestra responsabilidad final es ante Dios. Por supuesto, debemos escuchar la crítica humana, aunque en algunas ocasiones puede resultar dolorosa. La crítica no siempre es justa ni amable. Sin duda, Jesucristo es más misericordioso que ningún juez humano. Las cartas anónimas, por ejemplo, suelen ser muy agresivas, porque el autor no se identifica. Con los años, he aprendido a no tomar seriamente las cartas anónimas.
A fines del siglo pasado, un famoso predicador subía hacia el púlpito, cuando una señora le arrojó un papel. Lo recogió y leyó la única palabra que decía: ‘Tonto.’ Empezó su sermón diciendo: ‘He recibido durante mi vida muchas cartas anónimas, pero es la primera vez que recibo la firma sin el texto.’ Si el autor no está dispuesto a identificarse, no podemos tomar su crítica como algo serio.
A la vez que nos trae ánimo saber que nuestro juez final es el Señor, ser responsables ante Dios es también un enorme desafío. Gran parte del trabajo de un ministro o pastor no se conoce ni se supervisa. Sin embargo, siempre estamos en la presencia de Dios y algún día vamos a tener que darle cuentas a él.
Mayordomos de la revelación (1 Corintios 4:1–5)
Los misterios de Dios no han quedado ocultos, reservados solo para personas elegidas. Sus misterios son secretos proclamados a la humanidad para que podamos conocer a Dios y vivir en relación con él. Dios se dio a conocer, por sobre todo, en Jesucristo. Las verdades sobre Jesucristo, su persona y su obra, solo pueden ser conocidas a través de la revelación del Espíritu. Los apóstoles fueron los primeros mayordomos del mensaje, por cuanto recibieron la revelación para dar a conocer los misterios de Dios. Después de ellos, también los pastores son mayordomos de la revelación, porque Dios les ha confiado la enseñanza de las Escrituras.
De acuerdo con el Nuevo Testamento, la primera responsabilidad del ministro es enseñar al pueblo de Dios; es decir, alimentar al rebaño. En 1 Timoteo 3:2–3, el apóstol Pablo da una lista de requisitos para el ministerio. Enumera cualidades morales muy importantes y, en la misma lista, incluye lo que podríamos llamar una ‘aptitud profesional’: el pastor debe ser apto para enseñar, para nutrir a las ovejas.
Es interesante observar, en el campo, que los pastores no alimentan a las ovejas, salvo que estén enfermas. Su tarea, en realidad, es conducirlas hasta los pastizales, donde las ovejas se alimentan a sí mismas. Así debe hacer el pastor en la iglesia: guiar a los creyentes a la Palabra, para que se alimenten de ella.
Los pastores enseñan lo que les ha sido dado, es decir, el mensaje bíblico. Se exige a los ministros que sean mayordomos o administradores fieles de aquello que se les ha confiado. Es fácil transformarse en un mayordomo infiel del mensaje, y es triste que haya muchos de ellos en la iglesia contemporánea. Algunos descuidan el estudio de la Palabra de Dios o la leen de manera ocasional y superficial. Otros no pueden vincular el texto bíblico al mundo actual, y otros manipulan el texto para que diga lo que ellos quieren que diga. Hay pastores que seleccionan de la Escritura solo lo que les gusta de ella. Todos estos son ejemplos de infidelidad.
Las congregaciones viven, crecen y florecen por la Palabra de Dios. Sin ella, languidecen y mueren.
Por eso es tan importante que el ministro ordenado tenga hábitos disciplinados de estudio y que investigue tanto el mundo antiguo como el actual, para que su enseñanza sea completa y nutritiva. Imaginemos una meseta plana cortada por un profundo abismo. Un lado de la meseta representa al mundo bíblico y el otro al mundo contemporáneo. Entre el mundo bíblico y el mundo actual, tenemos un profundo ‘cañón de 2000 años, dos milenios de cambios culturales. Apliquemos este diagrama a la tarea de predicación. Los evangélicos vivimos del lado de la meseta que representa al mundo bíblico. Somos hombres y mujeres que creemos en la Biblia, la amamos y la leemos. No nos sentimos tan a gusto en el lado que representa el mundo actual y hasta nos sentimos amenazados por él. Ni se nos ocurriría predicar otra cosa que no fuera el texto bíblico. Pero puede suceder que el mensaje nunca aterrice’ al otro lado del abismo. Es bíblico, pero no está enraizado en la realidad contemporánea. Esta es una debilidad característica de los predicadores evangélicos. Los liberales cometen el error opuesto. Se sienten cómodos en la cultura moderna, pero han perdido la esencia de la revelación bíblica. Su mensaje es aceptado en el mundo, pero no es bíblico.
Esta es una de las tragedias de la iglesia hoy: los evangélicos son bíblicos pero no contemporáneos, y los liberales son contemporáneos pero no bíblicos. Pocos son los predicadores y maestros que construyen puentes para unir los dos mundos: el bíblico y el contemporáneo. Pero este es el desafío que tenemos. La única manera de ser buenos mayordomos de la revelación de Dios es relacionar la Palabra con el mundo, y para eso debemos estudiar y comprender ambos lados de este ‘abismo’.
Personalmente, estoy muy agradecido a Martin Lloyd Jones, quien me presentó hace más de treinta años un pequeño calendario de lecturas bíblicas, que había preparado un clérigo en 1842, para su congregación en Escocia, con el propósito de que leyeran la Biblia cada año: el Antiguo Testamento una vez, y el Nuevo, dos. Aunque requiere leer cuatro capítulos por día, el método es de mucho beneficio. No se empieza leyendo Génesis, para seguir en forma continuada, sino que se empieza simultáneamente en los cuatro grandes inicios de la Biblia: Génesis 1, Esdras 1, Mateo 1 y Hechos 1. Estos son cuatro grandes nacimientos: Génesis relata el nacimiento del universo y Esdras el renacimiento de la nación, después del cautiverio babilónico. Mateo 1 es el nacimiento de Cristo; y Hechos 1 es el nacimiento de la iglesia. Mi propia práctica es leer tres capítulos cada mañana; dos de ellos de corrido, y el tercero para meditar y estudiar. Reservo el cuarto para la tarde. Este enfoque ayuda a integrar el mensaje global de las Escrituras. Mi recomendación es que procuremos, con este o cualquier sistema, leer la Biblia completa cada año.
A la vez, necesitamos relacionar la Biblia con la realidad actual. Hace unos treinta años, inicié un grupo de lectura en Londres, al que invité a unos quince jóvenes profesionales, hombres y mujeres, que estaban comprometidos con la Palabra y deseaban aplicarla a su ámbito cultural. Este grupo de lectura se ha mantenido; nos reunimos solamente cuatro a seis veces al año, y en cada reunión decidimos qué libro leer antes del próximo encuentro. Elegimos libros populares, que están produciendo impacto en el pensamiento moderno; a veces elegimos una película. Cuando nos reunimos, cada miembro del grupo dispone solo de un minuto para definir cuál es el principal asunto que, a su juicio, el autor está enfocando. Dedicamos unas dos horas para reflexionar y discutir sobre esos temas, y durante la última media hora, nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Qué dice el evangelio a gente que piensa de esta forma y vive en esta realidad? Estos encuentros me han ayudado muchísimo a entrar en el mundo moderno y tender un puente desde la Biblia hacia los problemas actuales.
Reuniones de este carácter, con profesionales o estudiantes, miembros de nuestra iglesia o amigos en general, son un espacio fecundo y desafiante para construir puentes entre la revelación de Dios y el mundo contemporáneo.
Escoria del mundo (1 Corintios 4:8–13)
Esta descripción nos causa impacto: Pablo declara que los que sirven a Cristo como mayordomos de la revelación de Dios han llegado a ser como la escoria, el desecho del mundo.
En los versículos previos, el apóstol escribe con cierto sarcasmo: los corintios creen que ya reinan, y bueno sería reinar con ellos. El apóstol, sin embargo, sabe que el camino a la gloria es el sufrimiento. Lo fue para Jesús y lo es para nosotros. Pablo usa dos ilustraciones muy vividas, ambas tomadas del mundo romano. Con ellas, Pablo opone sus propios sufrimientos a la comodidad de los corintios, y contrasta su sentimiento de ser ridiculizado, con la pretendida superioridad de ellos. Menciona, en primer término, el espectáculo de los gladiadores que se presentaba en el anfiteatro o en las grandes ciudades. Ante una multitud, se arrojaban a la arena algunos criminales para enfrentarlos a los leones y a los gladiadores. Pablo afirma que los ministros son como un espectáculo para todo el mundo, aun para los ángeles, en una especie de teatro cósmico al que se nos arroja como si fuéramos criminales.
El apóstol hace otra comparación, esta vez con los sacrificios humanos. Pablo alude a una ciudad griega imaginaria, azotada por alguna calamidad; para apaciguar la ira del dios, se acostumbraba arrojar algunos miserables al mar. A las personas sacrificadas se las llamaba pericatarmata; con ellos se compara el apóstol. Eso somos para el mundo: escoria, desecho, algo que no merece estar en ningún sitio.
Quizás todo esto nos parece ajeno y poco aplicable a nuestra vida. Si es así, podría indicar cuánto nos hemos apartado del Nuevo Testamento. Hoy es respetable ser pastor, aún en una sociedad no cristiana. Algunos países dan algunos honores y concesiones a los clérigos, como eximirlos de impuestos o llamarlos ‘reverendo’. No era así al principio, y no debiéramos aceptar la situación tan cómodamente.
Es un riesgo grande llegar a ser un predicador popular. Es muy difícil ser popular y a la vez fiel. La cruz de Cristo sigue siendo locura para algunos y piedra de tropiezo para otros. Cuando predicamos la cruz desafiamos el orgullo humano, porque el evangelio llega como un don gratuito e inmerecido. El ser humano preferiría hacer algo para ganar su propia salvación o, por lo menos, contribuir a ella. Predicar, como declara la Biblia, que nadie puede contribuir en nada, resulta humillante y despierta hostilidad.
El evangelio también produce rechazo porque afirma que Jesucristo es el único Salvador. Ese mensaje ofende a un mundo pluralista. En una cultura que sostiene la validez de todas las religiones, declarar que solo el evangelio es la verdad de Dios, resulta anticuado y ofensivo.
Por último, el evangelio exige que nos sometamos al señorío de Cristo y vivamos en santidad bajo sus pautas morales. La mayoría de los seres humanos prefiere vivir a su manera, con sus propias leyes. Para ellos, el evangelio es piedra de tropiezo. Siendo así, los que predican y enseñan la Palabra deben estar dispuestos a ser tomados por locos a causa de Cristo.
Estoy convencido de que si fuésemos realmente fieles a Jesucristo sufriríamos más. Lo cierto es que hemos eliminado del evangelio los aspectos poco populares y, de esa forma, evitamos oposición y persecución.
Dietrich Bonhoeffer, el pastor luterano que fue ejecutado en un campo de concentración, en abril de 1945, escribió El costo del discipulado mientras languidecía en la prisión. Allí definió el discipulado como una ‘alianza con el Cristo sufriente’. El sufrimiento es la marca, el sello del auténtico cristiano; es lo que confirma nuestra identidad como discípulos de Jesucristo.
Martín Lutero, por su parte, concebía el sufrimiento como una de las señales de la iglesia verdadera, a la que describe como ‘la comunión de aquellos que son perseguidos y martirizados por la causa del evangelio’.
Si nuestra vida se desarrolla con total comodidad, si nadie se opone a nuestro testimonio, deberíamos preguntarnos si realmente somos fieles discípulos de Jesucristo y siervos de su iglesia o estamos, más bien, adaptados y cómodos en el mundo.
Padres de la familia que es la iglesia (1 Corintios 4:14–21)
La cuarta metáfora o modelo que Pablo presenta, describe a los pastores como padres de la familia de la iglesia. En el párrafo final, el apóstol se refiere a los corintios como sus ‘amados hijos’. Quizás tengan diez mil maestros o tutores que los disciplinen, pero no tienen muchos padres que los amen. Él fue su ‘padre’ en el evangelio. Pablo incluso insta a los corintios a imitarlo.
En Mateo 23, Jesús dijo que no debiéramos llamar a nadie ‘padre’ sino a Dios. ¿Está Pablo contradiciendo las enseñanzas de Jesús? Cuando el Señor hizo esta recomendación, el contexto se refiere a la autoridad o pertenencia de una persona a otra. No debemos permitir que ningún ser humano nos considere como su posesión. Solo Dios es nuestra autoridad absoluta. El es nuestro Padre. Pero en su carta, Pablo estaba refiriéndose al cariño, al amor de un padre. En ese sentido se considera a sí mismo como padre de los creyentes corintios. Cuando escribe a los tesalonicenses, no solamente se compara con un padre sino que les dice que se siente como una madre para aquellos a quienes ayudó a nacer en Cristo.
Esta es una bella imagen del apóstol Pablo, un hombre al que solemos imaginar severo y aun tosco. Sin embargo, cuando habla de su ministerio pastoral, usa esta figura de tanta suavidad, afecto y hasta sacrificio por sus hijos en la fe. Sin duda, es legítima la disciplina en la iglesia, siempre que se ejerza en forma comunitaria. Con todo, el apóstol muestra que la característica principal de los pastores cristianos no es la severidad, sino más bien la gentileza. En los distintos lugares en los que he tenido el privilegio de estar, llego a la misma conclusión: en la iglesia necesitamos menos autoritarismo, menos liderazgo personalista, y más afecto y bondad hacia la congregación. ¿Creemos realmente en el sacerdocio de todos los creyentes? A veces el gobierno en la iglesia se parece más al ‘papado de todos los pastores’, y esa no es una doctrina evangélica.
Los que servimos a una congregación podemos, como describía un ministro escocés su propia experiencia, enamorarnos de la congregación. Este pastor comparaba su relación con el ‘florecer del corazón que ocurre en cualquier otro enamoramiento’ y esta vivencia lo motivaba para hacer todo por el bien de aquellos a quienes servía. Esa debiera ser la marca del pastor auténtico.
FUENTE: John Stott, Señales de una iglesia viva, ed. Adriana Powell, 2nd Ed. (Buenos Aires: Certeza Argentina, 2004), 104–116.