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MAYORDOMO

(heb. śar, bên mesheq, ’hâ-îsh ’asher ‛al; gr. epítropos, oikonómos [del verbo oikonoméō]). Hombre empleado para administrar una propiedad o negocios de otra persona, y responsable por ellos. José fue mayordomo sobre la casa de Potifar (Gn. 43:19; 44:4). Sebna era mayordomo durante el reinado de Ezequías (Is. 22:15; cf 2 R. 18:37; 19:2). Varios hombres eran “mayordomos en la casa de Jehová” (2 Cr. 34:10–13). En el NT desempeñan una parte importante en las parábolas de Jesús (Mt. 20:8; Lc. 12:42; 16:1–9), y a la mayordomía se le da una aplicación espiritual. El ministro cristiano actúa como mayordomo (administrador) de Dios (Tit. 1:7), y es un “administrador” de los “misterios de Dios” (1 Co. 4:1, 2) y de la “multiforme gracia de Cristo” (1 P. 4:10). Es responsable ante él por la forma en que trata a quienes están en oscuridad.

Fuente: Siegfried H. Horn, ed. Aldo D. Orrego, trans. Rolando A. Itin and Gaston Clouzet, Diccionario Bíblico Adventista (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1995), 762–763.

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(En hebreo, generalmente es sar, «aquel que está a la cabeza»; griego: oikonomos y epitropos: «mayordomo», «dispensador» o «administrador»). Superintendente, administrador de los bienes de la casa de otro. Eliezer era el mayordomo de Abraham (Gn. 15:2; 24:2); José tenía uno (Gn. 43:19; 44:1, 4), al igual que David y Salomón (1 Cr. 27:31; 1 R. 4:7), Nabucodonosor (Dn. 1:11, 16), Herodes (Lc. 8:3), el señor de la parábola del mayordomo infiel (Mt. 20:8). El mayordomo era también el que dirigía al personal y llevaba las cuentas de la casa; el dispensador que distribuía los artículos y alimentos a los componentes de la casa, tanto para su alimentación como para llevar a cabo sus trabajos (Lc. 12:42; 16:1).

Según el Nuevo Testamento, los servidores de Dios son los mayordomos o dispensadores que Él ha puesto en su Iglesia (Tit. 1:7; 1 Co. 4:1–2; 1 P. 1:12); con ello, todos los creyentes son dispensadores de las gracias y de los dones que Dios les ha confiado (4:10). Lo que se demanda de cada uno es que sea fiel, porque llegará el día en que deberá rendir cuentas de su administración. Tendrá que restituir todos los bienes que haya recibido a su cuidado, y es entonces sólo que recibirá «lo que es suyo», esto es, su herencia eterna (Lc. 16:2, 9–12).

Fuente: Samuel Vila Ventura, Nuevo Diccionario Biblico Ilustrado (TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE, 1985), 741.

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